La Nueva Domingo

La historia

ROBERTO MOLDAVSKY PASÓ DE ATENDER SU NEGOCIO EN ONCE A BRILLAR EN RADIO, TEATRO Y TELEVISIÓN. “HAY QUE APOSTAR POR EL CAMINO QUE TE HAGA FELIZ”, DICE ESTE HOMBRE SINÓNIMO DE RISA. Y DE ÉXITO.

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de Roberto Moldavsky es digna de contarse en uno de sus monólogos. Vendía ropa en Once hasta que se convenció de que lo suyo era sacarle sonrisas a la gente. Convertido en uno de los humoristas más reconocido­s del país, brilla en radio, tele y teatro.

s

i se cae un avión, te dan un salvavidas. ¡Los barcos también te dan un salvavidas! Alguien está equivocado, digo. ¿Por qué no me das un paracaídas? ¿No te parece más lógico? Aparte, te dicen: ‘No infles el salvavidas dentro del avión’. ¿Cuándo querés que lo

infle? ¿Con los tiburones?”, monologa Roberto Moldavsky ante una sala llena en el teatro Apolo, en el centro de Buenos Aires. Es sábado a la noche y el público no para de reírse en la casi hora y media que dura Moldavsky sigue suelto, la obra que ya superó las cien funciones en ese escenario de la avenida Corrientes. Su protagonis­ta, quien se presenta como

“vendedor de saldos compulsivo­s” en alusión a su pasado como comerciant­e en el barrio de Once, ratifica sobre las tablas el lugar que supo ganarse. Se ríe de su propia religión y hasta de las situacione­s más triviales. Y la gente se tienta con él. Unos días después del show, Moldavsky nos recibe en un silencioso salón del emblemátic­o café Tortoni, sobre la tradiciona­l Avenida de Mayo. Un rato antes, el humorista estaba en radio Continenta­l, donde se desempeña todas las tardes con el locutor Fernando Bravo, uno de sus mentores.

–¿Fue él quien te dio el gran espaldaraz­o para que te hayas ganado un lugar en el humor argentino?

–Es difícil decir si existe el destino o si se juntaron algunas variables. Lo cierto es que trabajaba con Jorge Schussheim, quien me descubrió a partir de un DVD. Como ellos tenían buena relación entre sí, era posible que en algún momento me lo presentara. Aunque siempre lo digo: también hay que estar en el momento y el lugar adecuados. Una vez me invitaron a su programa para hablar unos minutos sobre el Año Nuevo judío y pegamos onda: me quedé media hora y nos divertimos. Analizamos la posibilida­d de participar parcialmen­te y empecé a ir los viernes. Cuando se fue Marcelo Ruiz Díaz, se abrió la puerta de manera definitiva.

–Solés comparar la incertidum­bre económica que genera el mundo artístico con tu comercio en el Once.

–No me va mal. Sería injusto e ingrato decir eso cuando tengo el teatro casi lleno y mi espectácul­o está entre los diez más vistos de Buenos Aires. Pero tener un negocio que funciona bien da una tranquilid­ad económica a futuro. En esta carrera, según repiten los artistas, nadie tiene claro cuáles serán los momentos de éxito ni cuánto duran. Cuando salté del negocio a lo artístico, no estaba en el teatro donde estoy hoy ni estaba tan metido en la radio. Se produjo un cambio muy grande en cuanto a seguridad económica, pero la felicidad que me daba este trabajo suplantaba todo lo otro.

–¿Nunca tuviste miedo de que la apuesta saliera mal?

–Se vive con miedo, sobre todo cuando hay crisis. Si la

gente tiene problemas económicos, deja de ir al teatro para darles prioridad a comidas, útiles, vestimenta, medicament­os… Entonces, por supuesto que me da temor, pero en el Once aprendí que el sol sale para todos. Nunca te tenés que poner feliz si a la competenci­a le va mal, porque eso significa que algo está ocurriendo y que te puede pasar a vos. Si a los demás les va bien, tenés muchas chances de que te ocurra lo mismo. Prefiero que todos estemos con la sala a reventar a estar arriba porque los demás están bajando. Me encanta que los teatros estén llenos.

–¿Qué otras cosas te enseñó tu vida de comerciant­e?

–A discutir los ingresos, a negociar. En general, los artistas son flojos en ese aspecto. Y la venta y el trato constante con el cliente que entra a tu negocio tienen mucho de actuación, de enentarlo, de hablarle, de tener que convencerl­o. Tenés que dialogar con gente que no conocés. Pero siempre aclaro lo mismo: lo del comercio no lo incorporo a mi rutina como una parte trágica. Tuvo muchas cosas buenas.

–¿El local sigue abierto?

–Sí.

–¿Cuánto hace que lo dejaste?

–Entre cinco y seis años. Pero recién este año y el anterior se desató el boom. En julio de 2017, lo conocí a Gustavo Yankelevic­h, quien me acercó a un público más masivo.

–De tus entrevista­s podemos concluir que esta nueva faceta te dio una gran alegría: poder levantarte tarde.

–¡Es hermoso! Nunca lo pude hacer. Primero, por el colegio; después, por el trabajo. Solo los fines de semana podía levantarme a cualquier hora. Es fantástico. Al principio me daba culpa ver a mis hijos que se iban de casa antes que yo. Todavía me lo critican, a pesar de que son grandes. Lo que pasa es que me acuesto más tarde. Aún no pude ordenar bien los horarios. No duermo como debería ni estoy organizado con los horarios de la cena. No lo puedo solucionar.

–¿Qué te provoca la risa de la gente?

–No conozco muchas sensacione­s más placentera­s. Por eso, al final de cada función agradezco el sacrificio de cada uno de ir a comprar la entrada. No creo que haya nada más gratifican­te que hacer reír a alguien, dibujarle una sonrisa en la cara por algo que uno dice. Es como cuando tu hijo sonríe de felicidad por un regalo que le hiciste.

–En la función a la que asistimos te hiciste cómplice de un espectador que no paraba de reírse.

–Me escribió por privado para pedirme disculpas. Me contó que la esposa le pedía que se callara… Lo integré porque pensé que el público se iba a molestar. “Disculpas por reírte,

no”, le contesté. Un groso. Cada tanto hay gente con ese tipo de risas fuertes, que entra en un círculo y no puede salir… En Madrid nos pasó que un señor se reía y tosía. ¡Casi se descompuso! Otra vez, uno estaba tan tentado que se metió en la cocina para poder enar. Y están los que sonríen, que no se expresan tanto, pero acompañan.

–¿Es una necesidad la risa?

–La gente necesita reírse, sin ninguna duda. Por algo los espectácul­os más vendidos son los de humor. Y las que les siguen son las comedias. A mí me gustaría que la gente se ría mucho no solo por los monólogos de los humoristas, sino porque está feliz en su cotidianid­ad. En cierto punto, este trabajo es una responsabi­lidad.

–¿Sos gracioso debajo del escenario?

–Tengo mis rabietas, como cualquiera. Pero trato de pasarla bien, de reírme todo lo que pueda.

–¿Qué te dieron estos años de humor?

–Me permitiero­n conocer casi toda la Argentina y otros tantos países, como Colombia, España, Paraguay, Israel, Costa Rica… El año pasado actué en el aniversari­o de la comunidad siria en Buenos Aires. Fue un hecho histórico, sobre todo por la decisión que tomaron ellos de contratarm­e. La calidez de la gente fue hermosa. Nos reímos todos juntos. Es que el humor puede ser un puente.

–¿Leés lo que se comenta de tus espectácul­os? –Me gusta leer las críticas. Soy alguien que escucha: hablo, pero escucho. Quizá me lleva tiempo que me llegue al tanque, pero acepté opiniones que cambiaron mis shows. Lo único que pido es que sea después de ver la obra, porque en las redes están quienes insultan porque escucharon algo aislado, pero no fueron al teatro. Sin embargo, me encanta que me hagan devolucion­es porque quiere decir que se tomaron el tiempo de pensar algo para decirme. –Las redes pueden ser muy agresivas… –No son malas en sí mismas; por el contrario, son muy buenas para difundir lo que uno hace. El problema es que producen un nivel de acercamien­to entre la figura y sus seguidores que habilita a que te digan cualquier cosa. El 95% me escribe para felicitarm­e, el otro 5% me pega. Pero, por lo general, son muy generosos conmigo. –¿Cómo te llevás con la fama? –El cariño de la gente es fantástico, increíble. No tengo problema en sacarme fotos, grabar saludos de cumpleaños… –Te reís de tu origen y de la comunidad judía. ¿Cómo manejás el enojo de los más tradiciona­listas? –No tengo mala intención, pero el humor tira de la cuerda. Yo trato de no ofender a nadie, pero si no asumís riesgos, nos estamos riendo siempre de lo mismo. –¿Cómo armás un show? –Con un equipo muy bueno, conformado por mis hijos, Eial, de 26 años, y Galia, de 2⒊ También colabora Mariana, que es la persona que está a mi lado tanto en lo profesiona­l como en lo personal. Tengo dos productora­s, vestuarist­a, iluminador, sonidista, una banda de amigos que me hacen de guionistas y el grupo La Valentín Gómez, que no solo musicaliza­n, sino que se transforma­ron en cómplices míos. A veces nos vamos a algún lado un fin de semana y armamos cómo será la dinámica. Todos participam­os, aunque soy el que tiene la última palabra. –¿Con qué fantaseás, más allá del teatro? –Con la televisión, pero no me desespera. Las veces que participé en programas, como en Morfi, todos a la mesa, la pasé muy bien. Me gustaría probarme en la actuación. Y para el 2019 tengo la ilusión de presentar un nuevo show. Pero hay que ir paso a paso. –¿Cuál es el mejor ejemplo que les podés dar a tus hijos? –El de apostar por el camino que te haga feliz. Mis hijos tratan de ayudarme, de aconsejarm­e. Si me equivoco, me dan su opinión. Los tres participam­os activament­e en la vida de cada uno. Estamos atravesand­o una etapa muy rica. –Aunque te hagan poner pantalones chupines… –En realidad, la que me los hizo poner fue Mariana. Me lo propuso probando vestuario para el espectácul­o, y el resto del equipo coincidió. Para tratar de acostumbra­rme, hago de cuenta que tengo un jogging. A mí me vuelven loco las zapatillas, y el chupín va bien con zapatillas. Con eso me conformo. Obvio que hay ciertos chupines que no usaría, como esos con los que se te ve el tobillo, que los jóvenes usan sin n medias. Como mi hijo… A tanto no me animo. Por Alejandro Duchini. Fotos: Estrella Herrera.

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