Columna de Noemí Carrizo.
“Hay personas que cautivan con sus palabras y actitudes, y nos mueven a jugarnos por entero. Llega el dia en que uno deja de culpar a la suerte y se mira en el espejo de las decisiones y encuentra un yo , a veces tallado “con rojo sangre y a fuego .
Uno se queda mirando ese amor incomparable y hecho trizas que alguna vez lo obligó a atravesar montañas, mares y hasta abismos para hacerlo realidad, y se pregunta por la única, ineludible y lamentable falla que cometió en el instante de elegirlo. El genial Jorge Luis Borges aseguraba que “el destino no perdona las más mínimas distracciones”. Solo que, a veces, no se sabe con certeza qué se pasó por alto, se miró sin ver y se tomó como fugaz o perecedero. La gente da señales y hay una trampa que es el reconocimiento entusiasta. Trampa en la que se cae por muy avispados que creamos ser. Pero admitamos que hay personas que cautivan con sus palabras y actitudes, nos mueven a jugarnos por entero, y es probable que, al menos en ese momento, actúen con sinceridad. Llega el día en que uno deja de culpar a la suerte y se mira en el espejo de las decisiones y encuentra un “yo”, a veces tallado con rojo sangre y a fuego. Lo mismo pasa con los hijos y suele ser más devastador. Reunir la entereza para asumir los errores como padres requiere de una valentía casi portentosa. Excusas habrá siempre, pero eludirlas, decirse “me importó mi profesión”, “los confié demasiado al cuidado ajeno”, “no entendí que competían”, “tuve
ausencias”, obliga a sacarse las máscaras y los trajes (no siempre de etiqueta). Cris Morena, esa madre que perdió a su hija, Romina Yan, declaró con humildad: “Ahora pienso que para una adolescente debe haber sido fatal que miraran a la madre antes que a
ella”. Cris Morena me parece una heroína, capaz de comprender que su talento meridiano pudo haber resultado para su descen- diente una exigencia de perfeccionarse cada día. Y hay una ética generacional cambiante. En la obra M’hijo el dotor, el uruguayo Florencio Sánchez demuestra cómo se espera de otro ser una realización que no le pertenece. ¿Qué padre no está orgulloso de su hijo profesional? Probablemente no los formamos para títulos rimbombantes, ocupados en darles los gustos y no fijar límites, esos esfuerzos tan molestos con los que se corre el riesgo de volverlos enemigos. También sucede con los amigos que nos hieren sin piedad dejándonos anonadados. ¿ Por qué? ¿Qué tipo de venganza inconsciente –o no– provocó nuestro accionar? Si pensamos un rato, encontraremos las causas. Un ser humano debe ser aceptado con lo que consideramos sus carencias y sus logros. Pertenezco a la generación del gran despegue, pero aún me resuenan los “no” que me permitieron terminar una carrera, asumir un oficio, insistir en la adversidad. Ocurre que en este mundo se miran los errores como si fueran crímenes, no percances forzosos en el camino terrenal. Decir:
“Me equivoqué y encontré en qué” alivia sobremanera, ya que suele ser un respiro inapelable asumir la realidad de las cosas. El sabio y físico danés Niels Bohr ha dicho una frase para recordar: “Un experto es una persona que ha cometido todos los errores que se pueden cometer en determinado campo”. Ocurre que la vida es un borrador, no viene con un manual de instrucciones. Pero admitamos que si se adopta la libertad como forma de vida, equivocarse suele ser frecuente y borrar los malos pasos realizados sería lo mismo que hacer desaparecer, de un manotazo, la sabiduría presente (que, de alguna manera, nos honra). Y como soy una optimista a ultranza, vuelvo al novelista inglés Charles Dickens y me repito su frase: “Cada fracaso nos ha enseñado algo que necesitábamos aprender”.