“La Yerra Maldita”: una historia de horror para cerrar el año
La ruta provincial 51 fue, en la década de los 90, el escenario inesperado de un hecho todavía hoy caratulado como inexplicable, y que un camionero decidió contar por primera vez.
“El Turco” se jubiló el mes pasado. Toda una vida uniendo la Patagonia con Buenos Aires y otros espacios del país, lo transformaron en un camionero infaltable en parrillas ruteras cercanas.
"Se van a vender más diarios después de esto" -bromea haciendo alusión a nuestro encuentro, mientras ceba el último amargo antes de cambiar la yerba, en su casa de Neuquén capital, mientras hacemos la nota.
El relato parece ir transformándolo: a medida que recuerda los hechos parece cambiar el semblante; enciende un cigarrillo negro y asegura, con la mirada enfocada en algún punto del ayer: "La verdad es que yo no creo en nada; siempre le toqué bocina a las 'casitas' del Gauchito Gil, pero nada más - afirma concentrado -pero lo de ese día, no me lo olvido más...
En la víspera de Año Nuevo de mil novecientos noventa y tantos (no precisa la fecha), se retrasó con un envío para la zona. No recuerda exactamente a dónde iba, lo que sí tiene muy presente es que tenía que llegar desde Bahia Blanca a Coronel Pringles.
Era 31 de diciembre de una acalorada jornada sin par. Había bajado la ventanilla, y el aire de la media tarde ganaba expresiones de alivio, gracias a la discreta brisa que dejaba atrás una calurosa jornada. A lo lejos, empezaban a vislumbrarse nubes negras. La lluvia sería, sin dudas, un bálsamo para refrescar la jornada. Eran las 19:30.
A la altura del Divisorio, un hombre lejano hacía dedo en el medio de la borrasca creciente. Desde lejos y con la resolana de la tarde, al Turco le sorprendió un detalle claro en la indumentaria de quien ya identificaba como un peón de campo.
Al ir acercándose con el camión, el viajante sureño pudo notar que lo que veía como una claridad en la ruta, era prácticamente todo el brazo izquierdo vendado.
Pocas palabras me dijo el chango al subir al camión - recuerda El Turco - uno busca charla, el silencio en el camino no es bueno. Parecía como “espantao”. Cuando le pregunté qué le había pasado en el brazo, me contestó, sin levantar la vista...”cosas del campo Don”, cortando el tema.
El Turco encendió otro cigarrillo. Recordaba, que ya se acercaba la caída de sol, y la tormenta no mermaba; lo que incluso dificultaría todo: tenía que alojarse en algún lugar.
De repente, me cuenta que el peón tosió, y al hacerlo se agarró fuertemente el antebrazo vendado. Un trueno sobre el horizonte dio fin a la tarde, el último rayo de Sol se perdió inexorablemente; y algo del acompañante del Turco, pareció hundirse en el mismo abismo. Eran las 20.35. Vivís lejos de acá? - le preguntó el viajante. El peón, con visible aire de temor, pronunció entre dientes: Cerca del Paraje El Pensamiento, por acá nomás Patrón... y señaló hacia la dere- cha, hacia la hondonada de campo salvaje, la que se perdía en las chacras olvidadas y las estaciones fantasmas.
El Turco volvió a inquirir sobre la presunta herida del brazo; no le daba, únicamente mucha curiosidad, sino que lo embargaba una fuerte preocupación por el pobre peón.
¿Querés que vayamos al hospital de Pringles? Si la herida es grande o profunda, se te puede infectar...
Sin esperarlo, el Peón lo miró agradecido y empezó a hablar:
"Vengo de Salta Patrón, desde allá arranqué haciendo laburo golondrina...el último Patrón era complicado, de por acá cerca, sabe? andaba en cosas raras...pero yo tengo en la casa donde paro, la Biblia y una estampita de Nuestra Señora del Milagro...".
El Turco encendió otro cigarrillo y lo miró fijamente. El decía cosas de la virgen, y de la misa, y yo quería llevarlo al médico…
Recordaba que el muchacho lo miró con la certeza de que el turco no entendía, y volvió a repetirle: "Cosas del campo, don… Lo que me pasa no lo puede curar ningún médico; por ahí si algún sacerdote".
En ese instante, cuando ya no quedaba nada del débil sol que había sido opacado por los nubarrones que traían la tormenta, las sombras comenzaron a cernirse y la lluvia bajó a baldazos.
El Turco recuerda que intentó frenar en la banquina, pero, por primera vez el peón le pidió, visiblemente temeroso, que siguiera adelante. Igualmente frenó, y apagó el motor.
El muchacho le dijo cosas que, en ese primer momento le parecieron hilarantes.
"Por favor Patrón, siga porque lo único que me salva hoy es llegar a las casas, estoy marcado Patrón! " Y al decir esto último, se quitó parcialmente (entre ayes de dolor) parte de la venda, para mostrar una serie de marcas de hierro candente sobre la piel, la que parecía a la vez, deformada y cauterizada por el mismo metal abominable.
El Turco recuerda que reaccionó con mucha preocupación: ¿Quién te hizo eso? El Patrón del que me decís, por qué te marcó con un fierro? Qué está pasando acá?
En ese momento se escuchó un golpe sobre el lateral del camión. El Turco, acostumbrado a “los malandras”, tenía siempre un machete a mano para defender su mercadería. No dudó en mirar al muchacho y decirle, Vos tranquilo Pibe, ya vuelvo… a lo que el Peón le respondió: Por favor no se baje, ya empezó!
El viento y la lluvia parecieron asociarse en una puesta en escena sobrenatural. Se oyó otro golpe más cercano, y un rugido helado; de repente, no se veía nada afuera. El Turco apaga el cigarrillo con desdén sobre el cenicero de cobre y se seca, con la manga derecha, un asomo de lágrimas sobre los párpados: No pude hacer nada, no pude salvarlo…
La puerta del acompañante fue arrancada desde los goznes, una figura oscura, jadeante y bestial, imprecisa detrás de las estocadas de lluvia interminable, tomó por la garganta al muchacho y lo arrastró fuera del camión.
El Turco lo recuerda y se frota la frente: No se veía nada por el viento, la lluvia y el susto; pude ver una especie de animal, enorme, como si estuviera cubierto de pelo, ondeando y salpicando todo por el viento y la lluvia, abría la boca y tenía como un rugido que nunca escuché…
Me dice que bajó del camión con el machete, por la puerta arrancada, y la bestia enorme y espantosa (así lo dijo) arrastró al peón entre el yuyaje, a una velocidad desconcertante; que le gritó “Pibe!” dos o tres veces y que volvió a subir al camión.
De repente, me cuenta que el peón tosió, y al hacerlo se agarró fuertemente el antebrazo vendado, coronando la tos con una mueca de dolor inimaginable.”