Inglaterra y la independencia de Argentina
Pese a que el 9 de junio de 1816, el Congreso de Tucumán declaró la independencia, los británicos recién lo reconocieron el 31 de diciembre de 1824.
Por supuesto, uno de los países que más demoró fue el reino de España que reconoció la Independencia argentina recién durante la presidencia de Bartolomé Mitre en 1864, al firmarse el Tratado de Reconocimiento, Paz y Amistad. Pero volvemos al comienzo del año 1825. La “reina de los mares”...
En lo que respecta al gran comercio de las Provincias Unidas, hacia 1824 una buena parte estaba en poder de súbditos británicos. Se calcula que la población extranjera en Buenos Aires alcanzaba casi el 10 por ciento de los 50.000 habitantes de la ciudad y la gran mayoría de ellos –sin contar los españoles peninsulares— era británico. En noviembre de ese año el encargado de negocios de los Estados Unidos, John Murray Forbes, escribió: “El constante crecimiento de la influencia británica aquí, es cosa difícil de imaginar. Su origen político está en los ardientes deseos de esta gente en obtener el reconocimiento de su independencia por parte de los ingleses y su motivo comercial debe encontrarse no solo en la riqueza individual de los comerciantes ingleses, sino en el hecho de que controlan prácticamente las instituciones públicas, y muy especialmente un banco gigantesco, que a través de los favores que concede a los comerciantes necesitados, ejerce el más absoluto dominio de las opiniones de ese grupo. Su influencia se hace todavía más poderosa porque los ingleses adquieren a menudo grandes estancias en el campo”.
En efecto, divide e impera –separa y gobierna– y Trade, no countries –comercio, no territorios– eran las coordenadas que guiaban la política exterior de Gran Bretaña. Desde el Edicto de Libre Comercio de 1809 promulgado por el virrey Cisneros, Inglaterra perseveró en esta orientación, más sutil y más eficaz a sus intereses. Después de Ayacucho
Tras el triunfo del Ejército Unido Libertador en la batalla de Ayacucho, librada el 9 de diciembre de 1824 en tierras peruanas, el ministro británico de Asuntos Exteriores George Canning vislumbró que, en adelante, Inglaterra podía asegurar su posición como taller del mundo y exportador de productos industriales, y América del Sur sería su granja.
La idea del ministro refrendaba el sentido de la oportunidad. En carta al Du- que de Wellington decía: “Cada vez estoy más convencido de que en el presente estado del mundo, en el de la península, y en el de nuestro país, las cosas y los asuntos de la América meridional valen infinitamente más para nosotros que los de Europa. Y que si ahora no lo aprovechamos corremos el riesgo de perder una ocasión que pudiera no repetirse”.
Pero Canning, a la vez, alertaba que los términos de relación a establecer descartaban toda posibilidad de nuevas colonias o protectorados. El interés era puramente económico.
La importación proveniente de Gran Bretaña, por lo general de bienes de consumo y suntuarios –no de maquinaria–, cerraba las puertas al desarrollo de una industria independiente e hizo perdurar en el tiempo un modelo económico similar al de la era colonial. La entrada de préstamos financieros terminó por ahogar el posible crecimiento industrial dando un verdadero “abrazo de oso” a los productores nacionales.
En consecuencia, hacia 1825 los intereses británicos eran ya de tal magnitud que necesitaban de una relación estable. Por otro lado, el derrumbe del imperio español en América abría una oportunidad única. El mencionado Parish había sido designado cónsul británico en octubre de 1823, lo que no implicaba aún un reconocimiento oficial. Desde ese año, también se estableció un servicio marítimo regular que unió Buenos Aires y Liverpool.
Inglaterra demoraba un reconocimiento explícito pero fortalecía las relaciones con hombres de su confianza, como el grupo rivadaviano. Francia y los Estados Unidos representaban potenciales y nada despreciables amenazas para sus influencias en el Río de la Plata. El 2 de diciembre de 1823 nacía la “Doctrina Monroe”, impulsada por el presidente norteamericano, que no sólo reconocía la emancipación de los países hispanoamericanos, sino que también declaraba que cualquier inten- to de una potencia europea por interferir en territorios americanos tendría que enfrentar a los Estados Unidos. La declaración refrendó otra previa: el 8 de marzo de 1822 los Estados Unidos habían reconocido oficialmente al gobierno de Buenos Aires.
Canning se vio urgido a mostrar buena voluntad con los americanos. Envió cónsules a Buenos Aires, Colombia y México, donde los procesos emancipatorios estaban más avanzados. Parish, que había sido secretario del ministerio de Asuntos Exteriores, llegó a Buenos Aires el 21 de marzo de 1824. El joven describió su destino como “un sitio desagradable y desalentador”, pero se mantuvo en la misión diplomática durante nueve años. Desde el comienzo simpatizó con Rivadavia, quien, a su vez, hacía gala de su trato directo con Jeremy Bentham, el famoso filósofo utilitarista inglés con quien había intima- do durante su viaje a Londres. El Tratado de 1825
El Congreso Constituyente de 1824-1827 consideró el Tratado de Amistad, Comercio y Navegación acordado con Gran Bretaña el 2 de febrero de 1825 con la firma del general Gregorio de Las Heras, gobernador de Buenos Aires encargado de las Relaciones Exteriores. El cónsul Parish debió moverse en la trastienda del Congreso para obtener su ratificación.
En ocasión del Centenario de la Independencia, en 1916, el diario “La Nación” publicó un número especial en el que realizó un largo comentario sobre las circunstancias que rodearon la firma del acuerdo. El relato es especialmente interesante, por tratarse de un medio insospechable de animosidad hacia Gran Bretaña: “El señor Parish encontró en Buenos Aires un ambiente amistosísimo. Se consideraba a Inglaterra algo así como una aliada [...] Rivadavia y sus compañeros de gobierno tenían para el comisionado inglés una consideración llena de simpatía. […] Se manifestaba, en síntesis, que sería acordado todo lo que la Inglaterra pidiera en el sentido de establecer sobre la más amplia base de libertad el intercambio con nuestro país.
“El 24 de agosto de 1824 se recibió en Gran Bretaña el proyecto de tratado que fue inmediatamente comunicado al ministro don Manuel José García. [...] El 2 de agosto de 1825 se firmó el tratado de comercio anglo-argentino. El canje de las ratificaciones se firmó en Londres ante el “señor Bernardino Rivadavia, enviado extraordinario de la república y el señor Jorge Canning, el gran ministro de SMB”. El ministro de relaciones García comunicó esa notificación a Parish, significándole que estimaba en el más alto grado los servicios que se habían prestado al país por este tratado y que, en su reconocimiento, se había dispuesto hacerle el presente de un servicio de plata de 6.000 pesos oro, como cordial expresión de su sinceridad y amistosos sentimientos hacia el señor encargado de negocios”. En gratificación a sus servicios, García recibió de Su Majestad Jorge IV “una soberbia tabaquera de oro y brillantes con la miniatura en esmalte, hecha por el célebre pintor Laurence, de la efigie del soberano”.
El acuerdo, que reconocía a Inglaterra como “nación más favorecida”, concepto que se extendía a los súbditos de SMB y que era recíproco para los ciudadanos de las Provincias Unidas, establecía que “los habitantes de los dos países gozarán respectivamente de la franquicia de llegar segura y libremente con sus buques y cargas a todos aquellos parajes, puertos y ríos en los dichos territorios, adonde sea o pueda ser permitido a otros extranjeros llegar, entrar en los mismos y permanecer y residir en cualquiera parte de dichos territorios respectivamente; también alquilar y ocupar casas y almacenes para los fines de su tráfico y generalmente los comerciantes y traficantes de cada Nación respectivamente disfrutarán de la más completa protección y seguridad para su comercio, siempre sujetos a las leyes y estatutos de los dos países respectivamente”.
El resto del Tratado –comenta el historiador H. S. Ferns– “estaba dedicado a desarrollar los detalles particulares de estos principios en los cuales iba a fundarse ‘la perpetua unidad entre los dominios y los habitantes’ de las partes”. El artículo VIII era taxativo; establecía que “Todo comerciante, comandante de buque y demás súbditos de Su Majestad Británica tendrá en todos los territorios de las dichas Provincias Unidas, la misma libertad que los naturales de ellas para manejar sus propios asuntos, o confiarlos al cuidado de quien quiera que gusten, en calidad de corredor, factor, agente o intérprete; ni se les obligará a emplear ninguna otra persona para dichos fines, ni paga de salario ni remuneración alguna, a menos que quieran emplearlos; concediéndose entera libertad en todos los casos al comprador y vendedor para contratar y fijar el precio de cualquier efectos, mercaderías o renglones de comercio que se introduzcan o se traigan de las dichas Provincias Unidas, como crean oportuno”.
Otros artículos aseguraban la libertad religiosa, cuestión que, según Ferns, preocupaba a Gran Bretaña porque ellos tenían incorporada la tolerancia religiosa desde hacía ya mucho tiempo, mientras que en América “la Inquisición había cesado en época tardía y la inclinación a perseguir a protestantes o incrédulos, aunque había declinado mucho, no estaba del todo desarraigada”. La cláusula final del Tratado obligaba a las dos partes a cooperar en la eliminación del tráfico de esclavos.
El principio de nación más favorecida se aplicaba, entonces, no solo a las libertades, derechos y garantías que eran las mismas que gozaban los criollos sino también a la carga y descarga de buques, seguridad de bienes, disposición de propiedades y administración de justicia. Los británicos estarían exentos de cualquier servicio militar obligatorio y de todo empréstito forzoso, así como también de exacciones o requisiciones militares, y pagarían los mismos impuestos que los ciudadanos del país. Un detalle muy importante: se establecía específicamente que, aun cuando se interrumpieran las relaciones entre los dos países, los súbditos o ciudadanos de cada una de las partes tendrían el privilegio de permanecer y continuar su comercio en los dominios de la otra en tanto se comportaran con tranquilidad y respetaran las leyes locales: Inglaterra preservó así su derecho a agredir militarmente a las Provincias Unidas asegurándose que, incluso en esas circunstancias, sus súbditos no pudieran ser molestados.
De regreso en Buenos Aires, Rivadavia, principal gestor del acuerdo, fue elegido primer Presidente de las Provincias Unidas del Río de la Plata, el 7 de julio de 1826.
En lo que respecta al gran comercio de las Provincias Unidas, hacia 1824 una buena parte estaba en poder de súbditos británicos. Rivadavia, principal gestor del acuerdo con los ingleses, fue elegido primer Presidente de las Provincias Unidas del Río de la Plata.