El fantasma de la Vieja de las Tumbas
Oscura historia narrada por uno de sus presuntos testigos. Un trauma imborrable. ¿Realidad o imaginación de quienes la cuentan?
La historia que hoy vamos a narrar, es la vivencia de tres adolescentes, quienes a mediados de los años 90, entraron por la noche en una conocida necrópolis de la zona, para vivir una experiencia a la que uno de ellos no duda, aún hoy, de calificar como “aterradora”.
El cementerio Colina Doble, es el que se yergue misterioso, a la vera del camino a Punta Alta, por la ruta 229, en la entrada de la localidad de Villa del Mar, y no es como afirma uno de los grandes mitos arraigados, un camposanto creado para enterrar las víctimas de una peste o tantas otras consideraciones disparatadas; simplemente es el primer cementerio proyectado para el Puerto Militar.
De todas maneras, resulta incómoda su apreciación: más de mil cruces se yerguen calladas en la inmensidad, insuflando fuegos de imaginación.
Hace 25 años, fueron los tres miembros de la banda de rock de Horacio “El Chora” Barrales, los que sucumbieron a este ‘embrujo’ y pensaron al cementerio como escenario ideal para la portada del primer disco de estudio de la agrupación.
“Soy de Río Cuarto, pero de pibe vivía en Puan. Ya de chico, y antes de venirme a vivir a Bahía, pasaba con mis viejos y me asombraba el lugar”.
Horacio, hoy con 48 años y tres hijos, recuerda la experiencia con mucha seriedad:
“Ya desde hace un tiempo, cada vez que paso, veo que el lugar está en excelentes condiciones; antes no era así. Más allá de que nosotros hayamos entrado como ‘vándalos’, el cerco perimetral del lugar estaba en muy mal estado, por eso habíamos saltado sin problemas, no es así hoy”. Lo que afirma Horacio es correcto; nos acercamos al espacio y comprobamos que los nuevos responsables de la administración, lo tienen en excelentes condiciones, pintado y con el pasto cortado, además de haber restaurado el acceso y el edificio lateral del osario: “En los 90 veíamos pintadas, grafitis de grupos musicales como el nuestro; nos parecía medio abandonado y eso era ideal para sacarnos, de noche, una foto ahí. Ninguno de nosotros tenía una cámara profesional, pero entendíamos que teníamos que sacar con una de esas; porque ninguna cámara casera y ‘de rollo’ tenía buena lente”.
Como fuere, Horacio, junto al “Carli” y a Guille (prefie- re evitar sus apellidos) se aventuraron al paraje en una noche de febrero de 1994.
“En realidad -continúapoco habíamos pensado de la producción en sí; nos llenaba de adrenalina el tema de ir al cementerio” -afirma mientras sonríe.
Horacio porta un dejo de tristeza en su mirada, hace una pausa y retoma el relato, como si en esta ocasión, es- tuviera viviéndolo: “Recuerdo que estacionamos a la izquierda de la ruta, más adelante, enfrente. Entre los tamariscos, estaba la entrada del viejo club tiro Federal. Ahí dejamos ‘la chata’. No es como ahora, que está todo iluminado; muy oscuro era el lugar, me acuerdo y se me eriza la piel”
Los tres amigos bajaron de la camioneta con cautela, no se escuchaba un alma. Cruzaron la ruta desierta y el cementerio se abrió ante ellos.
“Ahí nomás, al frente, sobre la fila del medio de las cruces, estaba roto el alambre para pasar; me acuerdo que entramos por ahí y ‘El Carli’ empezó a asustarnos haciendo ruidos”. Ya adentro del camposanto, miraron hacia la derecha y cerca de la entrada, se levantaba el viejo osario. “Un edificio antiguo, todo roto era ideal para ver qué tenía adentro, así que nos decidimos a ir para allá. Para eso, teníamos que cortar camino pasando por sobre las tumbas”.
De los tres amigos, Guille era el más detallista; naturalmente, la cámara la portaba él. Mientras cruzaban el llano sorteando las cruces blancas, le había dado al “Carli”, el trípode para que se lo llevase. En un momento, en el medio de los sepulcros, antes de la primera fila de pinos divisorios, Guille les señala la luna a sus espaldas, resplandeciente y nítida.
“Nos dimos vuelta los tres, mirando hacia la ruta; la luna se veía luminosa y Guille nos empezó a explicar algo de cómo abrir mejor el diafragma de la lente para optimizar la luz natural, y usar menos el flash. En ese ins- tante es cuando ocurrió".
El primero en notarla fue el “Carli”, al que le pareció ‘verla’ por sobre su hombro izquierdo, y Horacio vio cómo volvía de golpe su cabeza y el semblante se le llenaba de horror. Giraron sobre sí mismos, y vieron nada más que a tres metros por delante, a una anciana de pie, o por lo menos lo que parecía serlo, frente a ellos, inmóvil y con las manos tapándose la cara.
Lo que excede, y le otorga gran dramatismo a la situación es que, justamente, había aparecido de la nada y en el camino por el que estaban cruzando. En segundos interminables, los tres amigos tuvieron la profunda carga de experimentar miedo, espasmos, y el peso indescifrable del silencio ante tamaña aparición.
Señora... - era la voz de “el Carli”, quien temblando levantaba el trípode como defensa.
“La verdad era que no reaccionábamos; si vos me preguntás cuánto tiempo estuvimos ahí, te podría decir ‘horas’ pero sin duda fueron pocos segundos”.
Señora, ¿está bien? - repitió el muchacho, al tiempo que Guille con la cámara en alto decía en voz baja “vámonos de acá”.
La aparición antropomórfica no excedía el metro y medio de altura. Los cabellos blancos largos y desgreñados se arremolinaban en el viento que se había levantado. La figura se recortaba perfectamente entre las cruces erguidas y los pinos crujientes; un vestido negro, como de vieja matrona italiana en duelo, ondeaba su corta caída. Las manos, demasiado grandes en proporción al cuerpo, aún cubriendo el rostro, empezaron a dejar escapar una especie de gorjeo enfermizo y un chasquido de lengua persistente.
Vámonos ya... -volvió a decir Guille- y fue entonces cuando inmóvil, terroríficamente inmóvil, la ‘vieja’ comenzó a llorar. Liberaba desde atrás de las manos apretadas contra el rostro, una letanía monocorde, aguda y disfónica, que iba incrementando su volumen y hacía trastabillar a los tres hombres.
-“Señora, ¡¿qué le pasa?!" Carli soltó el trípode y se le acercó. Guille hizo dos pasos para atrás y Horacio, instintivamente, interpuso un brazo entre Carli y la ‘mujer’. Fue entonces cuando se descubrió la cara.
“Yo no sé cómo describírtela. Era literalmente como una anciana, pero te impresionaba lo chiquita que era la cara, parecía una muñeca de losa, tenía la boca abierta, era espantosa “
De repente, lo tomó a Carli del cuello de la remera, rasguñándole el cuello.
“No puedo explicarte el grito que pegó mi amigo, yo me interpuse; siento que la tuve tan cerca que podía olerla”.
Lo soltó, arrojándolo (también a Horacio) sobre las cruces. Guille, había accionado el flash un par de veces, y Horacio jura aún hoy recordar, en el aturdimiento de la luz repentina, el rostro espantoso de la anciana.
Con agilidad monstruosa, la vieja (o lo que fuere) saltó hacia atrás y hacia arriba, trepando por el pino como si fuera un insecto; 4 extremidades veloces y sobrehumanas ante la mirada de horror de los muchachos.
“Me acuerdo que hacía un ruido horrible, que Guille seguía disparando y lloraba, al igual que nosotros, mientras la veíamos trepar hacia atrás ‘como una araña’, y giraba la cabeza totalmente para vernos; yo me di vuelta trastabillando y arrastrando al ‘Carli’, y de golpe y mientras intentaba irme, me clavé la punta de una de las cruces en el costado, abajo del brazo. El golpe fue tremendo, me costaba respirar”
Corrieron como locos hacia el límite con la ruta. Horacio recuerda caerse y que Guille lo levantó, “Parecíamos locos, desesperados, nos subimos a la ‘chata’ y salimos disparados a la ruta, girando ‘así nomás’ con dirección a Bahía.
Solemos contar la historia hasta el día de hoy en círculos familiares o de amigos; con el tiempo hasta el pusimos nombre a lo que vimos: La Vieja de las Cruces”
Preguntándole por la cámara, única prueba posible, me responde con profundo pesar:
“Guille cree que disparó muchas fotos, pero muerto de miedo le arrojó la cámara como si fuera una piedra. Naturalmente, jamás volvimos a buscarla”.
“Que le dirías si la vieras de vuelta?” Me animo a preguntarle con picardía periodística. Horacio no duda: “Que nos disculpe”.
Mi entrevistado baja la cabeza y sube al auto que nos llevó a recorrer el lugar, para revivir la experiencia. Mis ojos se pierden en las sombras que van tomando la copa de los árboles, frente a mi, el pino de “la aparición”.
Se está haciendo de noche, y la bocina del móvil me recuerda que tengo que llegar a tiempo para desgrabar la entrevista.
Sobre el hombro, antes de entrar al asiento de acompañante, por el rabillo del ojo guardo el momento en que un cuerpo se oculta detrás del follaje triste: habrá aceptado las disculpas?
“Era literalmente como una anciana, pero te impresionaba lo chiquita que era la cara, parecía una muñeca de losa, tenía la boca abierta, era espantosa”.