Relato de un crimen sobrenatural
Testimonio en primera persona, de un hecho policial que abre el debate sobre la incidencia de los espíritu.
Anselmo Fabián Bonardes, ciudadano uruguayo que trabajó entre 2002 y 2008 en una flota de camiones, cuanta la historia como propia.
La primera declaración sobre los hechos que a continuación se presentan, data del verano de 2014; un encuentro de camioneros en una parrilla de la zona, habría dado cuenta de la historia, teniéndola como relativamente contemporánea, deslindándola (por lo menos en un principio) de la categoría de leyenda urbana.
El Negro Barreiro, camionero cuyano, habría dado el dato certero: hay que preguntarle al Colorado Bonardes, la historia la vivió él, no den más vueltas. Efectivamente, Anselmo Fabián Bonardes, ciudadano uruguayo que trabajó entre 2002 y 2008 en una flota de camiones del litoral (actualmente radicado en Encarnación del Paraguay) cuenta la historia como propia. No tuvo ningún reparo en narrarla
Nueva.”; para “La sin embargo, omitió deliberadamente la ubicación exacta del lugar de la aparición y del hecho criminal. Las razones no son tan técnicas
como metafísicas; sin bien se dice que el hecho habría ocurrido en algún punto de la ruta 249 o en cercanías de Monte Hermoso, hay también los que sostienen, como en toda mitología urbana e imprecisa, que el extraño acontecimiento habría acaecido en inmediaciones de Dorrego, o hasta hay quienes aseguran que el escenario fue en la ruta 60, cerca de Espartillar, saliendo del cruce de la ruta 33.
Al igual que muchas crónicas similares, el relato empieza cuando, en un punto convergente de los caminos bonaerenses, Anselmo se detiene para llevar a una mujer que hacía dedo. En otras narraciones, el escenario temporal es la noche, no así en éste. Anselmo asegura que un mediodía de diciembre de 2014, vio a Claudia por primera vez:
Tenía un semblante muy triste, lo primero que vi en la ruta, es una estilizada imagen de mujer mirando de lejos, extremadamente alta y algo encorvada, que agitaba los brazos como impaciente. Subió al camión con convicción y agradecimiento, hasta incluso me aceptó un ‘amargo’. Tenía un vestido de verano, esos que usan las chicas ahora, no le daba más de 35 años. Usaba unos lentes de sol muy grandes, me di cuenta como que ocultaba algo, pero también pensé que podía tener en el rostro una mancha de nacimiento, algo como vitíligo. Se llamaba Claudia.
El cronista y protagonista hace alusión al golpe en el ojo derecho que, en una oportunidad posterior, descubrió.
En ese primer encuentro la acercó hasta las postrimerías de una ciudad cercana. La pasajera agradeció cordialmente, volvió a excusarse por no haber conseguido otro transporte y tener que molestarlo.
Pasado medio mes, recorriendo la misma senda, volvió a divisarla caminando, ya sin la sonrisa ni el ánimo de la primera oportunidad. En esta ocasión fue Anselmo quien se ofreció a llevarla: la notó demacrada y mustia, subió al camión agradeciéndole por su deferencia y caballerosidad, literalmente; y rompió en llanto: Mi marido me golpea– habría dicho Claudia sin preámbulos.
El copioso llanto de la mujer que acababa de subir, traducido en sollozos y desesperación obligaba a una respuesta rápida, cer- tera y contenedora:
Si vos querés yo te llevo a hacer la denuncia- dijo con visible preocupación e indignación contenida. No apartó los ojos de la ruta por precaución, pero además por indignación y vergüenza. Todavía no puedo irme, cuando logre ponerlo en su lugar, voy a liberarmeexpresó la dama.
Antes de bajar (ya cayendo la noche) le agradeció enormemente y le dijo donde vivía. Su chacra se situaba en el camino obligado de Anselmo.
El verdadero relato sobrenatural comienza en este punto de giro.
En la calurosa jornada del 20 de diciembre de 2014, quince minutos después de la caída del sol, Anselmo bajó con el camión en marcha hacia la entrada de la chacra de Claudia. El puestero, Don Armando Baumgarten, anciano y cordial, le reveló una noticia tan desalentadora como espantosa; la señora Claudia, había fallecido hacía ya una década...
Entre los lugareños corría el secreto a voces de una pelea con Yáñez, su marido; terrateniente borracho, tan abandónico como cultor del escolazo. Decían que él la había matado... pero sólo eran corrillos de pueblo.
Anselmo quedó impactado. Volvió a describirla, se deshacía en gestos frente al anciano; apelaba a las anécdotas de las dos oportunidades en que la había trasladado, solo tres días atrás.
El puestero permaneció inmutable.
Del camino principal, una rastrojera desvencijada irrumpió hacia la ruta. Los hombres venían viendo que se acercaba desde el interior de la chacra, pero se impresionaron con el ímpetu y la locura con la que cruzó por la tranquera, casi arrollándolos. Sin esperar que Anselmo pregunte, el puestero habló: Es Yáñez, desde hace unos días está como alma que se lleva el Diablo. Como si viese un fantasma.
Sin esperar media reflexión más, el camionero dejó al anciano con la palabra en la boca y saltó sobre el camión.
Maldijo a viva voz cuando la camioneta tomó un polvoriento camino vecinal y aceleró nublado de indignación tras esta, arrasando ambas veras angostas de girasoles y maleza.
Caía la noche en algún lugar de la provincia de Buenos Aires, y el cielo desteñido de dolor, abrió paso a débiles estocadas de lluvia.
La grava de la vera de la ruta se estreñía entre pedregullo, barro y gotas de sangre cada vez más copiosas. La lluvia se intensificó de un minuto a otro, y cuando Anselmo descubrió, después de algunos kilómetros de humedal incipiente, el rastrojero abandonado en la huella de la persecución, detuvo el camión y se dispuso a bajar.
Saltó hacia la nada y levantó la vista hacia el campo de girasoles en penumbras; la noche naciente, hueca y ávida en neblina, no habilitaba la posibilidad de ver más allá de algunos metros: reinaba la más profunda oscuridad, pero igual diez metros adelante, la sombra de una silueta inmóvil recortada contra el alambrado, daba pavura. Era una figura humana, lóbrega y silenciosa, se presentaba con los brazos abiertos, como si fuera el Cristo desbancado de un altar.
Anselmo se quedó tieso bajo la tormenta, pisando enajenado la hojarasca nocturna. Frunció los ojos, escudriñando la cerrazón, para intentar reconocer los rasgos sin acercarse. A lo lejos, un perro cimarrón aulló de improviso.
Con determinación caminó hacia el cuerpo. El rostro de Yáñez, muerto, se desdibujaba en una mueca impávida que reflejaba desconsuelo final bajo la luz de la luna. El hombre aparecía maniatado; su carne arrancada y hecha jirones en el cuello, hombros y pecho. Huellas claras de uñas. Desnudo e indefenso, el que se había jactado en vida de ser un golpeador, yacía muerto.
Sin inmutarse, pero con el corazón exultante, Anselmo llamó a la policía y colaboró en el testimonio. Ni las persistentes e intimidantes luces azules barredoras, ni las mediciones de la Policía Científica, notaron en el medio del campo y la oscuridad (sobre una tumba anónima descubierta posteriormente por los perros de la fuerza), una estilizada imagen de mujer mirando de lejos, extremadamente alta y algo encorvada, con las uñas desgarradas y las manos cubiertas de sangre.