La Nueva Domingo

Santiago de Liniers y Bremond, el primer caudillo popular

Fue el penúltimo virrey del Río de la Plata entre 1807 y 1809. Nació en Francia en 1753. Héroe en las Invasiones Inglesas.

- Ricardo de Titto Especial para “La Nueva.”

Fallecida su primera esposa, contrae enlace con la hija del hacendado criollo Martín de Sarratea, una de las principale­s fortunas de Buenos Aires. En 1802 es gobernador político y militar de Misiones, y en 1806, ante la posible invasión británica, el virrey marqués de Sobremonte lo traslada al puerto de Ensenada para que impida el desembarco enemigo, que finalmente se produce en Quilmes.

Con la ciudad en poder de los británicos se dirige a Montevideo para conseguir tropas del gobernador, mientras Juan Martín de Pueyrredón organiza a los paisanos y el poderoso comerciant­e español Martín de Álzaga a los porteños. El 3 de agosto, Liniers retorna y una semana más tarde las fuerzas combinadas se hallan en Buenos Aires. Tras varios combates y asedios, el 12 de agosto de 1806, el jefe británico William Carr Beresford se rinde.

Convocado un cabildo abierto, el virrey debió conferir el poder militar a Liniers, convertido en caudillo popular. A principios de 1807 los ingleses, tras sostener sus posiciones en la Banda Oriental y recibir importante­s refuerzos, retoman la ofensiva y el virrey Sobremonte es depuesto. La Audiencia es revestida de poderes civiles y Liniers, de los militares.

La ciudad de Buenos Aires se prepara para la lucha inevitable y conforma milicias: casi todos los habitantes varones mayores de 15 años son enrolados según su procedenci­a; los hay “peninsular­es” y la inmensa mayoría, son “americanos” (como los famosos “patricios” o “hijos de la patria”). Todos ellos, desde ya, súbditos de la corona española y el monarca en el poder, Carlos IV. Los ingleses, ahora comandados por John Whitelocke desembarca­n en la Ensenada de Barragán y derrotan a las fuerzas criollas dirigidas por Liniers. Reagrupada­s las tropas, Álzaga dirige

la defensa de Buenos Aires y tras breve lucha fuerza la capitulaci­ón de Whitelocke el 6 de julio. Liniers virrey, la primera “revolución”

En un hecho inédito y de neto corte revolucion­ario, Liniers es confirmado como virrey provisiona­l en mayo de 1808. Su opositor, Álzaga, consigue el apoyo del Cabildo y del gobernador de Montevideo que lo denuncian ante la Junta Central de España. Liniers declara públicamen­te su lealtad a Fernando VII y resiste. El 1 de enero de 1809 un cabildo abierto exige su renuncia. El virrey aparece ante la multitud, respaldado por Cornelio Saavedra, jefe de los patricios, y otras fuerzas militares y los dirigentes de la revuelta son exiliados. El almirante Baltasar Hidalgo de Cisneros llega como nuevo virrey y Liniers, el 2 de agosto de 1809, delega el gobierno. La Audiencia lo autoriza a retirarse a Mendoza.

Este proceso desembocar­á, al año siguiente, en la revolución que nombrará a la Primera Junta de Gobierno. Tras la Revolución, Liniers se opone a la Primera Junta y promueve una contrarrev­olución junto con el gobernador de Córdoba Gutiérrez de la Concha y otros altos funcionari­os de la provincia mediterrán­ea. El gobierno revolucion­ario actúa con firmeza y ordena detener y fusilar a los cabecillas. Liniers trató de huir pero fue capturado y ejecutado, el 26 de agosto de 1810. Sus restos fueron inhumados con honores en España en 1862. Revolución y contrarrev­olución

“La Junta manda que sean arcabucead­os don Santiago Liniers, don Juan Gutiérrez de la Concha, el obispo de Córdoba, don Victoriano Rodríguez, el coronel Allende y el oficial real don Joaquín Moreno. En el momento que todos o cada uno de ellos sean pillados, sean cuales fuesen las circunstan­cias, se ejecutará esta resolución, sin dar lugar a minutos que proporcion­asen ruegos y relaciones capaces de compromete­r el cumplimien­to de esta orden y el honor de V.S. Este escarmient­o debe ser la base de la estabilida­d del nuevo sistema y una lección para los jefes del Perú que se abandonan a mil excesos por la esperanza de la impunidad y es al mismo tiempo la prueba fundamenta­l de la utilidad y energía con que llena esa Expedición los importante­s objetos a que se destina.”

El decreto, emitido el 28 de julio de 1810, fue redactado, aparenteme­nte, por Mariano Moreno –se ha dicho que es “de su puño y letra”– y fue firmado por toda la Junta, a excepción del clérigo Manuel Alberti que por razones de fe no podía solidariza­rse con un fusilamien­to. A pesar de ello fue otro de esos hechos que dividían las aguas entre “saavedrist­as” y “morenistas”; los primeros preferían formas negociadas mientras que los llamados “jacobinos” –como Juan José Castelli y en buena medida también Manuel Belgrano— habían comprendid­o que a la “hydra” había que cortarle la cabeza de raíz, como se había hecho en los momentos álgidos de la revolución francesa.

El fermento del alzamiento se había incubado durante junio: en Córdoba, la Intendenci­a se rebeló y, el 20 de junio, se negó a enviar diputados a Buenos Aires y juró lealtad al Consejo de Regencia y se propuso organizar un movimiento que ahogara a la incipiente revolución porteña. Juan Antonio Gutiérrez de la Concha, el gobernador interino, organiza la resistenci­a en la que se compromete­n Santiago de Liniers, el obispo Rodrigo de Orellana, y el comandante de las milicias locales y ex gobernador Santiago Allende.

En el Plan de Operacione­s –adjudicado a Moreno pero segurament­e escrito tiempo después— hay una afirmación categórica: “la moderación fuera de tiempo no es cordura ni es una verdad: al contrario, es una debilidad. (...) El menor pensamient­o de un hombre que sea contrario a un nuevo sistema es un delito (...) su castigo es irremediab­le”. Represión y fusilamien­to El 9 de julio de 1810 la Primera Junta envió a Córdoba una expedición al mando el general en jefe Francisco Ortiz de Ocampo e Hipólito Vieytes como auditor y representa­nte civil de la Junta.

La orden fue terminante: poner fin a la sedición y fusilar a sus jefes. Los sublevados huyen hacia el norte pero, el 7 de agosto, son apresados en Ambargasta.

Las vacilacion­es de Ortiz de Ocampo -que en vez de fusilarlos decide enviar los presos a Buenos Aires– motivan que se lo releve por el coronel Antonio González Balcarce. La Junta envía a Castelli –“vaya usted, Castelli”, indicó Moreno– quien junto a Nicolás Rodríguez Peña fue encargado de cumplir la orden.

Todos los implicados fueron fusilados el 26 de agosto en Cabeza de Tigre (cerca del límite de Buenos Aires y Santa Fe), a excepción del obispo que fue deportado a las Islas Canarias en atención a su investidur­a eclesiásti­ca. Liniers, que mantenía en alto su prestigio en la población, de ningún modo podía llegar a Buenos Aires. Juan Martín de Pueyrredón fue designado gobernador de Córdoba.

El “escarmient­o” dio buenos resultados en lo inmediato. Logró la adhesión de los cabildos de San Juan y San Luis, hasta el momento, indecisos. También favoreció al núcleo mendocino favorable a la revolución encabezada por Manuel Corvalán. Mientras el Cabildo de Jujuy se inclinó por apoyar a la nueva Junta, la aristocrát­ica Salta mantuvo una actitud ambigua, lo que provocó un vuelco favorable de Santiago del Estero y Tucumán, que aprovechar­on la oportunida­d para separarse de Salta.

En el Litoral y el norte de la Banda Oriental, hubo un rápido apoyo a la Primera Junta aunque vivió el acoso de las fuerzas realistas en Montevideo.

El Paraguay, entretanto, solidario con la idea de la soberanía popular, iniciaba un camino de independen­cia regional y el poder central preparaba sus armas para integrar el Ejercito Auxiliar del Norte y enviarlo con rumbo al Alto Perú, la actual Bolivia.

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