La Nueva Domingo

Salinas Chicas: la masacre que puso a Médanos en el mapa

En marzo de 1927, seis personas fueron asesinadas en un campo del distrito de Villarino. La persecució­n de los asesinos tuvo en vilo a todo el país.

- Hernán Guercio hguercio@lanueva.com

Tardaron una semana en hallar los cuerpos. No porque no los encontrara­n, sino porque nadie sabía que había que buscarlos.

Estaban en tres pozos en cercanías del galpón del casco de estancia, tapados ligerament­e con tierra y ligustros. Tenían heridas de bala, de machete y de hacha: tres mujeres y tres hombres, enterrados por pareja. El peritaje demostrarí­a que habían sido Antenor Galíndez, su esposa Elena Molina, sus hijos Samuel e Irene, y los empleados Federico Winckler y Emilia De García.

De los asesinos no había ningún rastro.

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Seis muertos, una persecució­n que puso en vilo a todo un país, páginas y páginas de papel cuando los diarios eran la única forma de divulgació­n de noticias, un juicio que duró más de una década, declaracio­nes que se desmentían y se cruzaban entre sí, arrepentim­ientos de último momento y hasta la posible participac­ión de la mafia italiana: la masacre de la estancia Salinas Chicas ocurrió hace más de 90 años, y su recuerdo aún eriza la piel de cualquier habitante de Médanos por lo macabro del hecho, por la repercusió­n nacional que tuvo y por los interrogan­tes que todavía hoy siguen sin aclararse.

A ciencia cierta, se desconoce qué motivó a Salvador Marino y a su esposa Elvira Farulla a matar a sangre fría a seis personas, y a Gregorio Russin y Jacobo Presberg a colaborar con ellos. Se habló de deudas salariales, de malos tratos patronales y hasta de la posibilida­d de un asalto o secuestro -con vinculacio­nes con el hampa- que no había podido concretars­e.

Los Galíndez no eran gente muy querida en Médanos. Hacendados, con unas 50 mil hectáreas en la zona -a unos 30 kilómetros al sur de la ciudad a la altura de Levalle- y grandes extensione­s de tierras en el Delta del Paraná, eran conocidos como personas altaneras, hoscas, antipática­s y poco gentiles con sus empleados. Su casa en la estancia, cuenta la leyenda urbana, no era para nada lujosa y peor aún era el alojamient­o que tenía para sus trabajador­es.

Esa fue parte de la excusa esgrimida por Marino en la tarde del 23 de marzo de 1927 para matar de un tiro y un hachazo en la cabeza a Antenor y de dos disparos a Elena: dinero adeudado por trabajos realizados, una póliza de empeño por algunos muebles en Capital Federal y hasta haber sido despedido del campo. Momentos más tarde caería la criada, De García, con varios hachazos y martillazo­s en la cabeza y un balazo en el pecho.

“Esta es sangre cristiana -dijo en ese momento Marino con el hacha en la mano, según declararía Presberg pocos días después-. Ahora que he aniquilado a estos tres, terminaré con los otros tres que faltan”.

Dos de los hijos de los Galíndez habían viajado por un trámite a Médanos en el auto y el capataz estaba recorriend­o los campos a caballo. Al regresar, los hermanos fueron ultimados a balazos y hachazos; a Winckler lo matarían a machetazos.

Una vez capturados, Russin y Presberg señalarían que habían colaborado con los Marino para evitar que también los matasen. El propio Salvador lo ratificarí­a diez años después en una carta en la que confesaba su autoría de la masacre, aunque en un principio los había señalado a ellos como los verdaderos asesinos. Esta declaració­n también exoneraba a Elvira quien- supuestame­nte había participad­o en la muerte de los hijos de los Galíndez.

Lo cierto es que ese 23 de marzo, Marino y sus cómplices se dedicaron a limpiar la escena del crimen: llevaron los seis cuerpos en carretilla hasta un sector donde se habían hecho pozos para plantar árboles y los tiraron ahí; luego, baldearon los pisos del comedor y de distintos pasillos que habían quedado con manchas de sesos y sangre.

Al otro día taparían los pozos y escaparían hacia Médanos en el auto de los Galíndez, llevándose algunas pertenenci­as y joyas de la familia. Viajarían en tren hacia Bahía Blanca, desde donde Russin, los Marino y su pequeña de tres años partirían con destino desconocid­o.

Como cuenta Walter Katz en su libro La masacre de Salinas Chicas, Presberg se había quedado en el pueblo, y por ello fue el primero en caer. Por orden de Marino -y ante una supuesta amenaza con la mafia- habló con algunos arrendatar­ios de los campos de los Galíndez, explicándo­les que la familia había salido de viaje, para que nadie sospechara de su ausencia.

Sin embargo, el 30 de marzo uno de estos inquilinos llegaría hasta Salinas Chicas. No parecía haber nadie, pero encontró manchas de sangre en las paredes. La policía no tardaría en registrar el lugar. En la zona próxima al galpón verían asomar una mano y una zapatilla, mal tapadas. Era el cadáver de la criada.

El 31 de marzo la noticia apareció a toda página en “La Nueva Provincia” y en los principale­s diarios del resto del país, y así se man

Los Galíndez no eran muy queridos en Médanos. Se los conocía como hoscos, antipático­s y poco gentiles.

tendría durante un mes al menos, con hasta tres páginas diarias que hablaban del tema.

Con Presberg ya interrogad­o y detenido, comenzó la búsqueda de una pareja de italianos y de un alemán. Se difundían imágenes para conocer su paradero. Se los buscaba en Río Negro, en distintos puntos de la provincia de Buenos Aires y hasta en el Uruguay, aunque se creía que estaban ya arriba de un barco con rumbo a Europa.

El 5 de abril después, Elvira y Salvador eran atrapados en Cañada de Gómez, en Santa Fe, trabajando en un campo. Russin había desapareci­do del mapa, pero sería encontrado sobre fin de mes en San Cristóbal, gracias a unas cartas que había enviado a sus padres en Villa Mitre, Bahía Blanca.

Al año, la Justicia emitiría las sentencias provisoria­s: Russin y Marino, prisión perpetua, sindicados como los asesinos; Presberg, 20 años de prisión, y Elvira, 17 por complicida­d, aunque obtuvo la libertad condiciona­l. Fueron enviados al penal de Sierra Chica a la espera de la decisión definitiva de la Suprema Corte de la Provincia, que llegaría en octubre de 1938, 11 años y seis meses después de la masacre.

Para ese entonces, Marino ya había enviado la carta en la que se declaraba único culpable, pero la Justicia no la tuvo en cuenta para modificar las sentencias. Él moriría años después en la cárcel; Russin conseguirí­a una amnistía por intercesió­n de Eva Duarte de Perón, pero fallecería pocos meses después de quedar en libertad. Presberg también sería liberado; y Elvira comenzó una relación con un guardiacár­cel de la prisión en la que estaba encerrado su marido.

De la familia Galíndez no se supo nada más. Los hijos de Antenor y Elena se llevaron los cuerpos de sus padres y hermanos para inhumarlos, pero en un principio no quisieron hacerse cargo de los del capataz y la criada, originando la protesta y el descontent­o de todo el pueblo; finalmente, terminaron cediendo.

Con el correr de los años, la masacre de Salinas Chicas terminó convirtién­dose en una de las historias más macabras de Médanos y de la región, y una de las que más interrogan­tes dejó.

Nunca se pudo saber si Salvador efectivame­nte estaba vinculado con el hampa ni cuál fue el verdadero rol de Elvira ni aclarar por qué Presberg y Russin no intentaron escapar.

Tampoco las razones de la matanza.

En 1938, Marino confesó haber sido el único asesino. La Justicia no tuvo en cuenta la carta para dictar las condenas.

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 ?? EMMANUEL BRIANE - LA NUEVA. ?? EL TITULAR de "La Nueva Provincia" de abril de 1929, con la foto de los cuatro implicados en la masacre de Salinas Chicas.
EMMANUEL BRIANE - LA NUEVA. EL TITULAR de "La Nueva Provincia" de abril de 1929, con la foto de los cuatro implicados en la masacre de Salinas Chicas.

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