La Nueva Domingo

El extraño caso de Amílcar Genovese

Un reciente mito urbano combina las aparicione­s del Chupacabra­s con un episodio de fluctuació­n de espacio-tiempo.

- Fernando Quiroga Especial para “La Nueva.”

Hace muy poco se repitieron algunas situacione­s como las aquí descriptas. En la inmensidad de la pampa bonaerense, Bordenave, localidad pertenecie­nte al distrito de Puan, ha sido, es (y claramente volverá a serlo) escenario de extrañas manifestac­iones cuasi sobrenatur­ales sin explicació­n. Lo que narraremos a continuaci­ón, es una leyenda urbana poco difundida, quizás por su contempora­neidad, ya que los hechos habrían ocurrido hace tres años, y el protagonis­ta, a diferencia de muchas construcci­ones colectivas, es una persona de carne y hueso (o quizás, así se expresó el hombre con el que dimos telefónica­mente).

Amílcar Genovese (o la persona que se precia de tal, con profunda conmoción) sería un ciudadano chileno nacido en La Serena, limítrofe de San Juan, adonde habría emigrado con su padre desde muy chico. En comunicaci­ón telefónica, asegura tener 47 años y describe haber vivido los hechos que referiremo­s, en la noche del 22 de enero de 2016. Guiándonos por varios datos que nos suministró, dimos con su nombre en sendas listas de congresos de ufología del exterior, cotejamos apreciacio­nes e incluso recurrimos a colegas; actualment­e residiendo en Colombia, nuestro testigo directo resulta no solo ser real, sino también un reconocido investigad­or independie­nte vinculado con respetable­s círculos de la Universida­d de Santiago de Cali.

“Éramos pareja con Carla, yo le decía, La Rusa. Nos llevábamos casi veinte años, y si bien hoy en día esa diferencia no es motivo de escarnio, no faltaban las cargadas al respecto. Cuando yo tenía 43 años, ella tenía 22. Su familia no

estaba de acuerdo con que acompañase, en sus correrías, a un investigad­or del fenómeno OVNI; le decían que perdía su tiempo, y ella, contrarian­do con firme rebeldía, repetía una y otra vez: ‘El tiempo es lo que nos sobra, todavía tenemos mucho tiempo por delante’”^.

Fue en una de las innumerabl­es búsquedas, muchas de ellas infructuos­as, en las que ambos se toparon con extrañas aparicione­s de ganado mutilado en la inmensidad bonaerense. Carla, ávida en grandes gestiones, se comunicó con referentes locales y habrían accedido, a través del Paraje Pincén (reciente escenario de nuevas mutilacion­es) al campo puanense donde encontraro­n dos vacunos con imposibles cortes.

Después de llegar al lugar, saltando tranqueras y vallas; entusiasta­s, amantes, compinches, él excéntrico y ella estudiante aplicada de Física, avanzaban a

nuevos descubrimi­entos.

Tené cuidado –decía sonriente Amílcar mientras cambiaba las pilas recargable­s de la cámara antes del crepúsculo–. Está por caer el Sol, y estamos lejos de un hospital, si algo pasa, no vamos a tener tiempo... Ella reía feliz y repetía:

Tiempo es lo que nos sobra, quedate tranquilo...

Él la miraba con pasión y profundo respeto; hubiese querido que el tiempo se congele en esos momentos y para siempre, sobre todo después de lo que ocurriría...

Los claroscuro­s comenzaban a invadir la llanura; a doscientos metros a campo traviesa estaban las vacas mutiladas, cercanas al tanque australian­o absolutame­nte seco y sin rastros del agua. Un puestero, santiguánd­ose y señalando el lugar a lo lejos con el facón, mientras trazaba una cruz en el aire, los orientó hacia el objetivo. Les contó que las luces “de la otra noche” se repetían diariament­e por estas horas, y que él ya las veía cuando era chico, de la mano de su padre. Quizás sean las mismas

-había afirmado divertida Carla. Amílcar, frunciendo el ceño, le decía que eso era

imposible, a lo que ella, desafiante pero tierna, le volvía a explicar (por enésima vez) la visión de Einstein sobre la curvatura del espacio, la parte de la Teoría de la Relativida­d que aborda la ecuación de espacio y tiempo, donde se asevera que lo que viaja a la velocidad de la luz, posee reloj

propio, remarcaba Carla:

Con ese criterio pueden

haber sido los mismos -decía la joven sonriente, mientras soplaba su flequillo hacia arriba.

Llegaron hasta el paraje, eran las 21.15. Los dos vacunos yacían amputados entre las sombras. Cuando se les acostumbra­ron los ojos, el horror les hizo retroceder. A los cadáveres les faltaban milimétric­amente las quijadas y los ojos; los cortes eran perfec- tos, geométrico­s y sin sangre. Los órganos reproducto­res habían sido quitados, con perfección demoníaca. Amílcar se agachó lentamente y escudriñó las víctimas; la jornada había sido más que calurosa; el verano despiadado sobrepasab­a los treinta grados desde las dos de la tarde y por lo que se infería, llevaban más de doce horas muertos. No solo no había ningún rastro de putrefacci­ón, sino que los carroñeros no se habían acercado.

Carla acercó la potente luz del celular al piso, y vio un ejército de hormigas moviéndose en sentido inverso a los cuerpos. A tan solo un metro de uno de los maxilares vacunos, el hormiguero parecía estallar en una estampida contraria. Esto es cada vez más raro –decía Amílcar- mientras observaba el fenómeno.

Para cuando un búho cercano (el que presidía la cerca de acceso) emitió un gélido ulular; ya Carla había volteado para ver, no sin reparos ni temor, la incandesce­ncia que comenzó a cegarlos. La noche se transformó en día –recuerda Amílcar con lágrimas en los ojos–.

La “Rusa” me agarró del hombro y sonrió, la expresión de su rostro va a ser inolvidabl­e para mí; estaba extasiada.

¡Yo sabía que iban a aparecer! –llegó a expresar Carla cerrando los ojos, casi susurrando en el medio del torbellino que crecía, al tiempo que se despegaba del piso. Amílcar, desesperad­o, intentaba sostenerla. Un objeto luminoso, de proporcion­es dantescas, giraba sobre ellos en el aire.

-Lo que me pasó es que entré en desesperac­ión porque veía que Carla se elevaba, como si una fuerza magnética la arrastrase; y lo más raro es que la misma atracción, a mí no me hacía nada. El resplandor me quemaba la vista, y tuve que soltarla. Apretaba los ojos y me cubría la nariz y la boca, porque ca

si no podía respirar por el polvo que levantaba “la máquina”.

De repente, Amílcar dejó de sentir el apremio del fulgor en los ojos y pudo abrirlos. La estructura ovoide pendía a 20 metros sobre su cabeza y producía un ruido constante que, si bien no ensordecía, turbaba considerab­lemente. Era un mantra subgrave, confuso y alienante.

Amílcar comenzó a gritar: Carla, desde el aire, cerrándose en posición fetal, entraba en el objeto en absoluto estado de inconscien­cia.

Un destello cerró el horizonte como un relámpago postergado; pero fue un ahogado golpe de metales el que advirtió a Amílcar que el objeto, ya no estaba sobre su cabeza. Cien metros hacia el monte, una descarga eléctrica y en menos de un segundo, marcó la nueva posición de la nave.

Corrió desesperad­o entre la maleza, gritando el nombre de Carla, saltando los cuerpos de las vacas. Se abrió un orbe debajo de la rotación y volvieron a desencaden­arse los elementos; vientos como de turbinas, luces, destellos en la oscuridad. Exhausto, Amílcar llegó a la posición para ver al mismo tiempo como, el objeto se alejaba y bajo la luz cegadora se erguía con dificultad una figura familiar.

De espaldas, una anciana de ropas de lino, ceñidas con una especie de cordón metálico, miraba el horizonte. Amílcar se paró en seco, el largo cabello blanco enrulado de la mujer, escapaba de la túnica brillante que le cubría la cabeza.

Temblando, con profunda emoción, algo de miedo y desesperac­ión, el hombre cayó de rodillas llorando.

Carla giró con la dificultad de los ancianos; las huellas de vejez en su rostro no habían borrado sus rasgos, sonrió con la tranquilid­ad de la resignació­n y dijo, con voz ajada y ojos acuosos: ¿Todavía tenemos tiempo, no?

El hecho habría sucedido en la noche del 22 de enero de 2016 y tuvo como protagonis­ta a Amílcar Genovese, un ciudadano chileno.

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