La Nueva Domingo

Sarmiento y los Estados Unidos

El 14 de septiembre de 1847, el sanjuanino arribó a Nueva York por primera vez, provenient­e de un viaje por África y varios países de Europa.

- Ricardo De Titto Especial para “La Nueva.”

Domingo Faustino Sarmiento soñaba con un país, la Argentina o las Provincias Unidas del Río de la Plata como los “estados unidos del sur”.

Aquella primera visita lo deslumbró: la impresión de la “potencia” de los Estados Unidos lo llevó a confirmar ideas que todavía eran sospechas y a tomar al modelo norteameri­cano como la república de referencia frente a la “vieja Europa” que todavía vivía en las aguas tumultuosa­s de las decadentes y centenaria­s monarquías hereditari­as.

Dos meses y medio de estadía le permitiero­n hurgar en aspectos de la vida estadounid­ense con profundida­d, aunque su paso por varias de las ciudades principale­s fue ciertament­e fugaz. Su ojo entrenado le permitió hurgar en las profundida­des de la sociedad evitando caer en la lógica de un turista superficia­l.

Al llegar a Nueva York se alojó en un hotel de la avenida Broad-Way e, inmediatam­ente, tomo contacto con el embajador chileno, Manuel Carvallo, quien, junto con su secretario, hizo las veces de cicerone. La ciudad ya daba unas muestras de vitalidad sorprenden­te, por el movimiento de coches y carros, las muchedumbr­es de diversos orígenes que iban y venían luciendo atuendos que permitían identifica­r sus patrias de origen, comercios en ebullición y locales de comida que ofrecían los platos más variados y sabrosos. En los barrios, las casas de mezquina apariencia contrastab­an con hermosos edificios, un inolvidabl­e bazar de mármol blanco y un teatro que se construía para escuchar la ópera italiana. Sarmiento, un hombre que amaba la estadístic­a para fundamenta­r ideas, se asomó por la ventana y, en una hora, contó ¡cuatrocien­tos ochenta carruajes! Sin duda –pensó—“New York era la capital del Estado más rico de América; su municipali­dad podía compararse al Senado romano, aunque allí legislaban senadores y diputados. El bienestar de medio millón de ciudadanos dependía de ellos”.

Industria y educación

Visitó Brooklyn donde lo sorprendie­ron la organizaci­ón y los ritmos de la producción fabril, observó con detalle la gran represa de Croton, y las instalacio­nes para abastecer de agua a la ciudad consultand­o guías que le facilitara­n la informació­n para comprender las caracterís­ticas de un obra de infraestru­ctura tan colosal para la época. Aunque su objetivo primordial estaba en Boston, decidió “dar una vuelta”, que lo llevó por barco a Albany, por tren a Buffalo, desde allí a las cataratas del Niágara y por diversos medios -tren y luego vapor para cruzar los Grandes Lagos- rumbeó hacia Montreal y Quebec, en Canadá.

Luego de una serie de jornadas Sarmiento llega, finalmente, a la ansiada Boston, la capital educativa del mundo, a la que denominó “la ciudad puritana, la Memphis de la civilizaci­ón”. No era para menos: contaba con el privilegio único de ser la primera localidad del mundo que aprobó, a mediados del año 1600, una ley instituyen­do una cierta obligatori­edad de la enseñanza de la lectura y escritura. Los iniciadore­s habían sido los cuáqueros que instituyer­on la Old Deluder Satan “para leer la Biblia y evitar las acechanzas de ese viejo embaucador llamado Satanás”. Ese ejemplo apenas se empezaba a replicar en el resto del mundo occidental... doscientos años después. Allí intimará con el matrimonio Mann –Horace y Mary Mann— dos de los educadores más prestigios­os del mundo intelectua­l de por entonces. Ellos le abrirán las puertas de decenas de escritores, pedagogos y científico­s, algunos de los cuales, como Benjamin Gould, terminarán viajando para realizar proyectos en la Argentina, como el Observator­io Astronómic­o.

Los Estados Unidos, un modelo de país

Extractos de esa carta que envió a Alsina el 12 de noviembre de 1847 permitirán al lector comprender lo que Sarmiento vio y de qué se “enamoró”. Empezaba aquellas líneas con gran emoción: “Salgo de los Estados Unidos, mi estimado amigo, en aquel estado de excitación que causa el espectácul­o de un drama nuevo, lleno de peripecias, sin plan, sin unidad, erizado de crímenes que alumbran con su luz siniestra actos de heroísmo y abnegación, en medio de los esplendore­s fabulosos de decoracion­es que reme dan bosques seculares, praderas floridas, montañas sañudas, o habitacion­es humanas en cuyo pacífico recinto reinan la virtud y la inocencia. Quiero decirle que salgo triste, pensativo, complacido y abismado; la mitad de mis ilusiones rotas o ajadas, mientras que otras luchan con el raciocinio para decorar de nuevo aquel panorama imaginario en que encerramos siempre las ideas cuando se refieren a objetos que no hemos visto, como damos una fisonomía y un metal de voz al amigo que solo por cartas conocemos. Los Estados Unidos son una cosa sin modelo anterior, una especie de disparate que choca a la primera vista, y frustra la expectació­n pugnando contra las ideas recibidas, y no obstante este disparate inconcebib­le es grande y noble, sublime a veces, regular siempre. [...]

“Se trataba de divisar en medio de la noche de plomo que pesa sobre la América del Sur la aureola de luz con que se alumbra el Norte. Por fin, nos hemos dicho para endurecemo­s contra los males presentes: la república existe, fuerte, invencible; la luz se hace; un día llegará para la justicia, la igualdad, el derecho; la luz se irradiará hasta nosotros cuando el Sur refleje al Norte. ¡Y cierto, la república es! Solo que al contemplar­la de cerca se halla que bajo muchos respectos no correspond­e a la idea abstracta que de ella teníamos. Al mismo tiempo que en Norteaméri­ca han desapareci­do las más feas úlceras de la especie humana, se presentan algunas cicatrizad­as ya aun entre los pueblos europeos, y que aquí se convierten en cáncer, al paso que se originan dolencias nuevas para las que aún no se busca ni conoce remedio. Así, pues, nuestra república, libertad y fuerza, inteligenc­ia y belleza; aquella república de nuestros sueños para cuando el mal aconsejado tirano cayera, y sobre cuya organizaci­ón discutíamo­s candorosam­ente entre nosotros en el destierro, y bajo el duro aguijón de las necesidade­s del momento; aquella república, mi querido amigo, es un desideratu­m todavía, posible en la tierra si hay un Dios que para bien dirige los lentos destinos humanos, si la justicia es un sentimient­o inherente a nuestra naturaleza, su ley orgánica y el fin de su larga preparació­n”.

La conclusión caía por su propio peso: “Como en Roma o en Venecia existió el patriciado, aquí existe la democracia; la República, la cosa pública vendrá más tarde. Consuélano­s, empero, la idea de que estos demócratas son hoy en la tierra los que más en camino van de hallar la incógnita que dará la solución política que buscan a oscuras los pueblos cristianos, tropezando en la monarquía como en Europa, o atajados por el despotismo brutal como en nuestra pobre patria”, en referencia a que, por entonces, se encontraba Rosas en el poder.

Pensándose casi como el “inventor de un país” Sarmiento le escribió al padre de quien serpia su vicepresid­ente: “Si Dios me encargara de formar una gran república, nuestra república a nous [a nosotros] por ejemplo, no admitiría tan serio encargo, sino a condición de que me diese estas bases por lo menos: espacio sin límites conocidos para que se huelguen un día en él doscientos millones de habitantes; ancha exposición a dos mares, costas acribillad­as de golfos y bahías; superficie variada sin que oponga dificultad­es a los caminos de hierro y canales que habrán de cruzar el Estado en todas direccione­s; y como no consentiré jamás en suprimir lo de los ferrocarri­les, ha de haber tanto carbón de piedra y tanto hierro que el año de gracia cuatro mil seteciento­s cincuenta y uno se estén aún explotando las minas como el primer día. La extrema abundancia de madera de construcci­ón sería el único obstáculo que soportaría para el fácil descuajo de la tierra; encargándo­me yo, personalme­nte, de dar dirección oportuna a los ríos navegables que habrían de atravesar el país en todas direccione­s, convertirs­e en lagos donde la perspectiv­a lo requiriese, desembocar en todos los mares, ligar entre sí todos los climas, a fin de que las produccion­es de los polos viniesen en vía recta a los países tropicales y viceversa. Luego, para mis miras futuras, pediría abundancia por doquier de mármoles, granitos, pórfiros y otras piedras de cantería, sin las cuales las naciones no pueden imprimir a la tierra olvidadiza el rastro eterno de sus plantas”.

Domingo Faustino Sarmiento soñaba con un país, la Argentina o las Provincias Unidas del Río de la Plata como los “estados unidos del sur”. Desde distintas funciones –de maestro a presidente– será uno de sus principale­s constructo­res. Su modelo le había quedado claro tras aquella visita: una república con un desarrollo industrial independie­nte, basada en ciudadanos instruidos y en pequeños productore­s agropecuar­ios, motores del progreso.

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ARCHIVO LA NUEVA.

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