La Nueva

Vivos, un colegio, un parque y... los muertos

Un cementerio con rasgos particular­es funcionaba hasta hace días en la provincia peruana del Callao.

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Todos los días al salir de casa, Manuel García se topa en su puerta con el mismo paisaje: una pared de nichos, tumbas profanadas y moscas alrededor de un entierro fresco. Vive junto al centenario cementerio Santa Rosa, en una zona pobre cerca de Lima.

El camposanto, que funciona irregularm­ente desde hace más de un siglo, se ubica en la provincia del Callao, colindante con la capital peruana, entre 2 asentamien­tos humanos, y está mimetizado con las precarias casas y edificios del lugar. Allí viven 2.000 familias que tienen a este cementerio de 27.000 metros cuadrados compartien­do espacios con un colegio y un parque donde juegan los niños en las tardes.

Considerad­o como un peligro para la salud pública, la municipali­dad del Callao acaba de clausurarl­o. Pero el alcalde ahora no sabe qué hacer con las 20.000 tumbas que alberga el cementerio, y tampoco tiene el presupuest­o para cercarlo y evitar nuevos sepelios.

"Es una amenaza para la salud pública y las personas corren riesgo de una epidemia", sostiene Aldo Lama, director Regional de Salud del Callao, organismo que en 1998 ordenó el cierre del Santa Rosa por no cumplir con las condicione­s de salubridad y seguridad. 17 años después, le hicieron caso.

Pero la población ya se acostumbró a toparse con las tumbas a diario. Se las encuentran al ir a comprar el pan, al salir a tomar el ómnibus para el trabajo, al ir a co- legio. La tumba de Zenobio Zea, por ejemplo, fallecido el 26 de enero de 1979, está en medio de las escaleras de acceso al asentamien­to de los vivos.

Mientras algunos en la costeña Lima, de 10 millones de habitantes, tienen casas con vista al mar, la ventana de Manuel da a los nichos. Lleva dos años viviendo a cinco metros del cementerio ilegal.

"No tenemos miedo, pero aún no nos acostumbra­mos al fuerte olor ni a las mosquitos que se meten hasta la cocina", dijo a la AFP.

"Trafican con los muertos, los venden a las universida­des", dice una vendedora de golosinas de los alrededore­s.

"No me preguntes mi nombre, acá nadie puede hablar, todos tienen miedo a los albañiles (que fabrican las tumbas) y sepulturer­os", agrega, mirando temerosa a uno y otro lado.

Los pabellones son de hasta 10 pisos y parecen cajoneras gigantes o inmensos panales cuadrados. Comentá esta crónica en lanueva.com Desde 1912. El cementerio nació en 1912 en el cerro La Regla. Con el crecimient­o de la ciudad, los terrenos baldíos de sus alrededore­s comenzaron a ser invadidos de forma desordenad­a. Una inmobiliar­ia amiga. Para los familiares de los sepultados, es el último descanso de los pobres. En un cementerio privado una sepultura cuesta hasta 5.000 dólares, mientras que en los municipale­s el costo puede llegar a 1.000 dólares. En el Santa Rosa habría una supuesta inmobiliar­ia levanta los nichos por hasta 250 dólares.

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ARCHIVO LA NUEVA. La población de la provincia peruana del Callao se acostumbró a toparse con las tumbas a diario.

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