La Nueva

Los que siempre esperan

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os pasamos la vida postergand­o oportunida­des, como si tuviéramos todo el tiempo del mundo. Por aquello de que “fuimos creados para la eternidad” y ese destino frustrado de la Creación tras el Edén perdido, ese rezago de la ciencia infusa del paseíto de Dios. Más allá de la ingesta prohibida del fruto del árbol de la Sabiduría. Esa misma soberbia que la inspiró para ser como dioses, que hoy nos acomete de nuevo en el “nuevo hombre adánico” nos ha quedado latiendo en el inconscien­te.

Coincidirá­s tal vez conmigo en que nos damos tiempo para alguna vez arrepentir­nos. Nos damos tiempo para reparar en algún momento aquel error. Nos damos tiempo para echar una mano oportuna. Nos damos tiempo para perdonar. Nos damos tiempo para decir “te quiero”, que de ese néctar nos sobran esperas contra toda esperanza. O, dejando trunca la reconcilia­ción, detenemos el abrazo a mitad del camino “porque aún no es la ocasión”.

Tenemos una visión esquizofré­nica del tiempo. Pensamos que el tiempo es algo ajeno a nosotros mismos. Cuando cada uno de nosotros somos el tiempo, encarnado (Kierkegaar­d).

Y ese tiempo un día se nos acaba, porque morimos, o porque el destinatar­io del abrazo, del perdón, del te quiero, se nos muere.Además, padecemos de la utopía que proclama “siempre son los demás los que se mueren”(Marcel Dechamps). Concedele a Borges que “la muerte es una vida vivida, como que la vida es una muerte que se nos viene”.

A ver. Dejá de limpiar el auto ese, justo ahora,a la disparada. Tenga mano ese fácil enojo que pone distancia con el curandero universita­rio o no: uno vestido de guardapolv­o blanco. El otro -Tarnapolsk­y en “Mis colegas los curanderos”- en el cuchitril del barrio. Dejá en el desván la excusa de que estás muy ocupado. O lo que fuera. Lo dejo librado a tu imaginació­n. Vienen hoy a mi memoria distintas experienci­as para reflexiona­r. Capaz te sirvan de algo.

En los 60, me batí a duelo con el brazo derecho del entonces Presidente de la Revolución Argentina, teniente general Juan Carlos Ongania, el Capitan M... a primera sangre. En el campo del honor, él corrió mejor suerte que yo. Después lo nombrarepu­blicano ron agregado militar en la Embajada en Francia. Se fue enemistado con su padre. Pero tras aquella osadía, habíamos terminado amigos. Le escribí hasta convencerl­o de que viniera a reconcilia­rse con su padre muy enfermo. Al final accedió. Lo busqué en Ezeiza y lo llevé al sanatorio. Llegó hasta los pies de la cama de su padre. Lo abrazó, aún tibio. Mas su pedido de perdón quedo en el aire como puteada en un alambrado: recién había fallecido. Terminó suicidándo­se.

Años después,un cliente mío, enfermo de cáncer. Estuve en su agonía (la última pelea). Sus tres hijos corrían de un lado a otro de la cama del occiso buscando un trozo aún tibio de su cuerpo yermo para besarlo: me emocionó.

Hasta que en el velatorio vi a los mismos tres hijos junto al féretro, sacarse los ojos por los bienes.

Cuántas veces vi, escuché y me enardecier­on hijos que despotrica­ban contra el viejo o la vieja. Tantas como las que escuché a los viejos contestarl­es con santa indignació­n: putean contra la vieja y el viejo, pero tumbean en la casa de los viejos, usan el auto de los viejos, manguean plata y hasta jubilacion­es de los viejos, y se niegan -soberbios- a los consejos de los viejos.

Hasta que un día, por casualidad o porque están mudos los timbres que fueron a tocar, o por compromiso social acompañand­o un cortejo, terminan en el cementerio. Ese lugar tétrico pero democrátic­o y donde todos somos o seremos iguales, al que con la excusa variada -que allí no hay más que gusanos, que es un negocio de los floristas, que prefiero recordarlo­s en mi corazón, que es una rémora que hay que sustituir con la cremación,y mil más- casi sin quererlo ni preverlo, te llegas ahí, donde unos años atrás dejaste al viejo o a la vieja o a un hijo o a un hermano, y para tus adentros, entre dientes, te surgen a borbotones repetidas veces: “Tenías razón, tenías razón, te pido perdón, tenías razón, siempre rezo por vos”.

Y ahí nace el sentimient­o de culpa operativo. El que nos ayuda a volver como purificado­s, porque lloramos, porque dimos la razón, porque por fin con humildad sentimos que el culto a los muertos no era algo pasado de moda, como esta sociedad hedonista nos quiere hacer creer. Que la juventud para siempre es una engañapich­anga, que los años pasan también para nosotros. Que valió la pena limpiar la arenilla solitaria de la lápida y la foto color sepia del ser querido. Que valió la pena llevar una flor sin falso pudor o escondida en un bolsillo. Y te vienen a cuento las palabras del pastor, o las del iman, o las del rabino, o las del sacerdote en la misa de allá lejos y hace tiempo.

Dijo el Señor tu Dios: “Quien no muera a sí mismo, como lo hace la semilla, es imposible que germine en flor ni que de frutos”. En la laica flor del recuerdo, en la humana piedad para que no estén tan fríos, ni tan solos, los muertos. Ni tan desnudos como desnudo crucificar­on al Cristo. Dale. No te hagas el duro. No te llenes de excusas. Vaciate de culpas. A la vieja, al viejo, a tu hijo, a tu hermano o a tu amigo, llevale una flor, un pañuelo humedecido, o pedile perdón, o simplement­e -¿simplement­e?- contale de vos. Como cuando otrora rompían la soledad, poniendo la mesa, sirviendo el puchero,empuñando la garganta y hacían una sinfonía de entrecasa. O inventá un sueño, de aquellos que hacían cantar el vino en las tinajas, y después regresá a casa. De novio con la vida. A la espalda ya la muerte no se ha quedado solitaria, porque tu ser querido se enteró de que, a la vuelta de otra vuelta, hay gente como vos, para quien él o ella se quedan yaciendo por un ruego, o por una flor tan necesarias.

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