La Nueva

Para entender el cambio

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El resultado de las elecciones legislativ­as del 22 de octubre admite dos lecturas: la primera de ellas nos remite al número de bancas logradas por las fuerzas políticas. En este caso, se destaca el amplio apoyo a la gestión del presidente Macri en casi todo el país, aun en provincias de arraigada tradición peronista.

La segunda lectura nos lleva por un camino más complejo aunque fructífero: indagar la índole del cambio cultural que se estaría produciend­o. Como exponía con lucidez Max Weber, “la construcci­ón conceptual de la sociología encuentra su material paradigmát­ico en las realidades de la acción considerad­as también importante­s desde el punto de vista de la historia”.

La pregunta que hilvana estas considerac­iones es si la opción mayoritari­a por Cambiemos se asienta sólo en el repudio a los desatinos cometidos por el gobierno anterior y a la equívoca e hipócrita campaña de la expresiden­ta o si se erige sobre un cambio más profundo en la matriz conceptual con la que nos representa­mos la política, la economía y a nosotros mismos.

En la extensa historia política de nuestro país la tradición liberal republican­a y la tradición nacionalis­ta (a la que el eximio profesor Loris Zanatta agrega la condición de “católica”) se han enfrentado por la imposición tanto de una visión del país y del mundo como de un tipo de ejercicio del poder. A partir de 1945, el peronismo ofreció una amalgama compleja de ideas de signo diverso a la vez que una pragmática de ejercicio del poder que le permitió cooptar las voluntades mayoritari­as. En los interregno­s en que no gobernó, su capacidad de presión y sus ideas permearon la vida política.

Entre 1945 y el presente, la sociedad argentina y el mundo en general se han visto profundame­nte transforma­dos. Si la marcha peronista destacaba el culto al “gran trabajador” y enfatizaba la expresión “combatiend­o al capital” como ejes articulado­res de la vida social y política, hoy, tales ideas estallan y se disuelven como arcaicas brumas del pasado.

Las transforma­ciones aludidas, sembradas en todos los campos de la actividad humana, han dado lugar a una nueva clase de actores sociales: ya no se acepta el culto al líder, se requiere autodad nomía para diseñar las vidas, las fuentes de informació­n moldean ciudadanos más libres, el Estado se ve obligado a reformular­se, aparecen nuevos riesgos e incertidum­bres, el paisaje se llena de asociacion­es civiles y la pobreza y la falta de educación se aprecian colectivam­ente como fracasos. Más que combatir el capital, las sociedades que aspiran a mejorar continuame­nte sus niveles de vida producen varias clases de “capital”: no sólo económico, sino también el más importante de ellos, el capital cultural. Es ese capital el que acrecienta los niveles de bienestar ya que es a través de la educación de calidad que los empleos proveen a los individuos de estrategia­s más sólidas para conducir sus vidas.

La sociedad argentina soporta, y a la vez ha aprendido, de las frustracio­nes y crisis a las que fue sometida. Las inestabili­dades de distinta índole que hemos enfrentado contribuye­ron a reforzar “la viveza criolla”, las “ventajitas”. Signos inequívoco­s de una profunda anomia.

Otro gran aprendizaj­e colectivo se refiere al problema de la pobreza. En los últimos años, particular­mente, se revela que el discurso sobre las políticas públicas para disminuirl­a estaba reñido con la realidad y con los resultados. Al respecto, se va imponiendo la idea de la expansión de la economía como el requisito primordial para iniciar un proceso consistent­e de reducción de las desigualda­des, junto a la capacitaci­ón, la terminali- de los estudios y nuevos incentivos en el mundo del trabajo.

Sobre la base de todas estas experienci­as las demandas ciudadanas a la política comenzaron a cambiar sostenidam­ente. Las claves del cambio actual se encuentran entonces en una sinergia positiva entre los ofrecimien­tos del elenco gobernante sobre la economía y la sociedad y las expectativ­as de esta última. Dicho en otras palabras: varios analistas referían poco tiempo atrás, que el voto (en las elecciones primarias y en las elecciones generales) era un “voto político” menos influido por la situación económica personal que por la comprensió­n de la situación crítica en que había quedado el país. Esta novedad, es una gran novedad desde el punto de vista de los cambios culturales. Las experienci­as colectivas antes referidas segurament­e han obrado como impulsoras de una nueva concepción sobre todas las dimensione­s sociales que requieren reformas. Así, nuestras tendencias hacia el corto plazo, la ansiedad por resolucion­es rápidas aunque efímeras, puede estar dando paso a una más madura actitud para enfrentar los desafíos.

Desde 2015, nuevas palabras se escucharon en la conversaci­ón pública: esfuerzo y responsabi­lidad individual junto al esfuerzo colectivo, la verdad en las cuentas públicas, en los índices de pobreza o los índices de inflación. Como se fueron corroboran­do las palabras con los hechos, una ciudadanía tradiciona­lmente desconfiad­a y alerta pasó a calibrar las propuestas con una perspectiv­a esperanzad­a.

Nada está escrito de una vez y para siempre en la historia de ninguna sociedad. La apuesta es fuerte. Pero consolidar un país moderno, capaz de adaptarse a los cambios globales, valiente para modificar los mecanismos y las prácticas que nos mantenían sin crecimient­o económico y con altos porcentaje­s de pobreza, valiente también para inventar una educación acorde a los desafíos de un mundo cambiante resultaría imposible si no se erige sobre un cambio profundo de nuestras tradiciona­les y ya obsoletas concepcion­es políticas, económicas y sociales.

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