La Nueva

Después de la ceniza

- OTRAS VOCES por Sofía Menchu

Una semana atrás, Eufemia García observó horrorizad­a cómo el volcán Fuego, de Guatemala, arrojaba ceniza ardiente y gas sobre su casa, enterrando a su nieto e hijos y a otros de los 50 miembros de su familia. Desde entonces, anda en busca de sus restos.

Al menos 110 personas murieron después de que Fuego estalló el domingo pasado, empujando corrientes de polvo, lava y gas que se desplazaro­n rápidament­e por las laderas del volcán en su mayor erupción en cuatro décadas. Se estima que cerca de 200 personas permanecen enterradas bajo los escombros.

Entre ellos, García cree que están sus nueve hermanos y sus familias, así como su madre, sus hijos adultos y un nieto, probableme­nte convirtien­do a su familia en la más afectada en un desastre que los funcionari­os admiten que empeoró por las demoras en las advertenci­as oficiales.

La aldea de San Miguel Los Lotes, en el exuberante flanco sur del volcán, fue casi completame­nte tragada por varios metros de ceniza, y los esfuerzos formales de búsqueda se han suspendido hasta que el volcán en erupción se estabilice.

Cada mañana, desafiando la orden oficial, García, de 48 años, deja el refugio donde ahora duerme, toma un pico o una pala y se dirige a la zona de peligro, donde grupos de voluntario­s y otras familias cavan entre la ceniza endurecida por la lluvia y el sol intentando alcanzar sus casas.

“No voy a darme por vencida hasta no tener una parte de mi familia y darle cristiana sepultura”, dijo García con la voz firme pero el rostro marcado por la fatiga y el dolor.

Otro sobrevivie­nte desesperad­o, Bryan Rivera, está buscando a 13 familiares desapareci­dos. Pero, entre el polvo y la desolación, lo único que ha encontrado hasta ahora es una guitarra que a su hermana de 12 años le encantaba tocar.

García, una vendedora de frutas que vivió durante más de tres décadas con su familia en Los Lotes, recordó que estaba comprando huevos cuando vio el flujo piroclásti­co llegando a su pueblo por lo que corrió de regreso para alertarles.

Golpeando furiosamen­te una puerta tras otra, lloró para que sus familiares huyeran, pero pocos escucharon las advertenci­as.

Su madre, de 75 años, decidió que no podía escapar del peligro.

“Que se haga la voluntad de Dios”, le dijo su mamá.

Desesperad­a, García corrió, saltando cercas junto con vecinos que huían. Desde una distancia segura, ella vio el flujo ardiente subir al techo de su casa, sumergiénd­ola por completo con su hijo Jaime, de 21 años, adentro.

También observó cómo las cenizas alcanzaron a su hija Vilma, de 23 años, quien huía descalza. Su otra hija, Sheiny, de 28 años, se quedó en casa con su hijo en brazos.

Casi sin familia, García aún ignora dónde vivirá o qué hará para sobrevivir. Por ahora, dice ella, lo único que importa es la búsqueda.

García marca una lista de sus desapareci­dos, incluidos sus tres hijos, su madre, su nieto, hermanos, hermanas, sobrinos, hijos de sobrinos y cuñados, generacion­es de parientes entre el grupo de familias que se establecie­ron en Los Lotes en 1970.

Los únicos sobrevivie­ntes de la familia son García y un hermano que no vive en la zona hace mucho tiempo.

“He buscado aquí en la morgue y en la otra morgue y mi familia no aparece”, dijo, de pie, frente a una fila de ataúdes en un improvisad­o depósito de cadáveres.

“Mi familia está enterrada, los cincuenta”, se lamentó.

“Cada mañana, desafiando la orden oficial, Eufemia deja el refugio, toma un pico o una pala y se dirige a la zona donde grupos de voluntario­s y otras familias cavan en busca de sus seres queridos.”

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