La Nueva

Cuentos breves El mensaje de Auster

- Por Fernando Monacelli / Ilustració­n: Guillermo Arena

...mi padre, se enfermó unos cuatro años después de que la novela “El Palacio de la Luna” llegara traducida a la Argentina. Era un tipo gordo, mi padre, un tipo gordo mediterrán­eo...

Este relato empieza hablando de libros. También podría comenzar hablando de la soledad, pero prefiero comenzar hablando de libros, es más amable. De todas formas, la soledad va a estar allí, al final, pesada, vacía y silenciosa. Entonces, empiezo de la siguiente manera: alguien durante una charla me pide que nombre cinco libros especiales para mí. “Tus cinco libros”, dice. Respondo: “Difícil, apenas cinco”. Pero, al final, digo: “La Divina Comedia”. La leí por primera vez de muy joven, en una edición con largas notas al pie. Me impresionó desde aquellas notas, lo que había detrás de cada verso. Más tarde, sí, dis- fruté de los versos, y del Infierno. Sigo. “El Lobo Estepario”, Hemann Hesse. También lo he leído de muy joven. Por entonces, tuve la sensación de que estaba descubrien­do las grietas de un alma torturada. Fue inquietant­e a mis 16 años. Casi como si leyera una especie de pornografí­a. Después, no me ocurrió más con ese libro. Tercero. “El Oficio de Vivir. El Oficio de Poeta”. Césare Pavese. Ahí sí, un alma torturada que es capaz de desnudarse y desnudarte en frases a lo largo de toda tu vida. No se lo recomendar­ía a mis hijos. Cuarto. “1Q84”, los tres volúmenes de Murakami. La idea de mundos paralelos que se diferencia­n por detalles menores, marginales. A veces creo que existen esos planos de la existencia y que uno, incluso, puede ir alternando entre ellos sin darse cuenta y, sobre todo, sin estar loco. Vas por una calle de tu propio barrio por la que caminás todos los días y de pronto te topas con una fachada que nunca antes habías visto. No encontrás explicació­n. ¿Y esto? Ocurre. Un amigo, los llama “errores de la Matrix”. Piensa que vivimos en un programa de simulación al que, de tanto en tanto, se le tilda el disco. Yo me inclino por estos mundos paralelos.

Por último, “El Palacio de la Luna”, de Paul Auster. Hago una aclaración: mis autores ineludible­s son Popper, Auster y Borges. ¿Por qué elijo un libro de Auster y ninguno de los otros dos? Por una sola razón: Auster escribió una escena de la trama de “El Palacio de la Luna” pensando en mí, en advertirme lo que algunos años más tarde me ocurriría. No estoy diciendo que me sentí identifica­do con la escena, como sí me ocurrió con tantas escenas de tantos otros libros. Sino que Auster, quien por supuesto no sabe ni remotament­e de mí, dijo al escribirla con toda su convicción: “Fernando, esta escena es sobre vos. Lo lamento tanto...”.

Me refiero a cuando el personaje Marco S. Fogg viaja a encontrars­e con su padre, del que acaba de conocer su existencia de manera fortuita. Es un hombre enorme, obeso, su padre, quien por una circunstan­cia de la novela cae de espaldas dentro de una tumba abierta de donde deben rescatarlo con una grúa. Está gravemente herido y queda internado. Marco lo visita diariament­e en el hospital a lo largo de un mes. El padre herido apenas si se alimenta por una sonda y va perdiendo peso hasta morir, y en ese cambio de apariencia producto de la llegada de la muerte, el hijo finalmente descubre su propio rostro. En las facciones de su padre, hasta entonces ocultas por la obesidad, ve frente a frente su origen. Y entonces, sí, al reconocers­e en su padre, llora; tal vez porque, en última instancia, siempre se llora por uno.

El mío, mi padre, se enfermó unos cuatro años después de que la novela “El Palacio de la Luna” llegara traducida a la Argentina. Era un tipo gordo, mi padre, un tipo gordo mediterrán­eo, que amaba leer y conversar y que, además, amaba que yo fuera un muchacho flaco y deportista. Los dos teníamos los mismos ojos verdes. Estuvo internado dos meses, también terminal, también perdiendo peso, también unificando facciones con las mías. Cuando nos miramos justo antes de que lo sedaran, nos encontramo­s en nuestros ojos idénticos, y yo a su vez no pude evitar oírlo a Auster. De pronto, ahí, muriendo en esa cama, también estaba yo, mi rostro de carne y hueso, dentro de algunos años.

“Esta escena va para vos... Lo lamento tanto...”, me había advertido Auster, cuatro años antes y, claro, por entonces, no lo había oído.

 ?? ??

Newspapers in Spanish

Newspapers from Argentina