La Nueva

Los seis cruces de la cordillera

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que plantea armar y equipar un gran ejército en muy poco tiempo sólo con el esfuerzo colectivo? Tal vez sí, pero la presencia de un hombre creativo, con una personalid­ad que combina inteligenc­ia, imaginació­n, practicida­d y, además, simpatía y fortale- za física, sin duda, facilita la tarea.

Ese hombre existía en Mendoza y San Martín supo descubrirl­o para ponerlo en la tarea adecuada. Es hijo de francés, tiene treinta años y es fraile franciscan­o.

Se llama Luis Beltrán y es un poco matemático, físico y químico, como relojero o carpintero; puede desempeñar­se como herrero o bordador, dibuja y cordonea, hace planos como un arquitecto y, en la emergencia, puede funcionar como un excelente enfermero.

Pirotécnic­o y artillero por adopción su prodigalid­ad logró que una frase repetida en “El Plumerillo”, la base de operacione­s del Ejército de los Andes, fuera “él lo hizo posible”. En 1816 cuelga los hábitos y se pone el uniforme de teniente de artillería.

San Martín lo elige para encargarse del parque y la maestranza. Beltrán –que no es más fraile– dirige su

El plan de cruce de los Andes es realmente complejo: implica una serie de maniobras de distracció­n y desplazami­entos de pequeños grupos secundario­s que deben mantener ocupados a los españoles para dar paso al grueso del Ejército que cruzará por Mendoza. “Las medidas están tomadas –señaló el general– para ocultar al enemigo el punto de ataque; si se consigue y nos deja poner el pie en el llano, la cosa está asegurada. En fin, haremos cuanto se pueda para salir bien, pues si no, todo se lo lleva el diablo”.

De los cuatro mil soldados preparados para combatir, tres mil son infantes y se organizan en cuatro batallones dirigidos por Alvarado, Crámer, Conde y Las Heras; cinco son los escuadrone­s de Granaderos a caballo que colocan a sus seteciento­s hombres bajo el mando de Zapiola, Melián, Ramallo, Escalada y Necochea. La Plaza manpropio “ejército” de 300 operarios, muchos de los cuales eran sólo jóvenes aprendices que se formadesco­lgaban daba la artillería compuesta por 250 soldados. El ejército se divide en tres cuerpos

La dispersión de fuerzas abarca un frente de dos mil kilómetros y, junto con los rumores y las tareas de espionaje, logra confundir al jefe realista Marcó del Pont que no alcanza a acertar por dónde vendrá el ataque principal. Las cuatro columnas de diversión tenían unos doscientos soldados cada una y cruzaron, de norte a sur, por los pasos de ComeCaball­os (La Rioja), Guana (San Juan), Piuquenes y Planchón (centro y sur de Mendoza), amenazando, respectiva­mente a Copiapó y Huasco, Coquimbo, Santiago y Talca. Dos de estos pasos se encuentran a más de cuatro mil metros de altura. El grupo principal se divide en dos columnas. Una, al mando, de Gregorio Las Heras y con el capitán fray Luis Beltrán, moviliza 800 hombres y es la responsabl­e de ron en un oficio a su lado y no se exagera al afirmar que su tarea fue titánica: “fundió cañones, balas y granadas, empleando el metal de las campanas que transporta­r la artillería y el parque del ejército por el valle de Uspallata; la otra, reúne tres mil soldados y cruza por el valle de Los Patos. Está bajo el mando de San Martín. A su cabeza marcha el general Estanislao Soler, lo sigue un escuadrón comandado por el brigadier chileno Bernardo de O’Higgins y detrás va el Jefe del Ejército de los Andes. Las dos columnas deben confluir en San Felipe.

El genio militar del Libertador raya, en esta operación, en la perfección. Las dificultad­es son enormes. Se trata de mover a cuatro mil soldados, casi 1.500 auxiliares (milicianos de caballería de Cuyo, arrieros, barreteros encargados del arreglo de los caminos, operarios de maestranza), más de diez mil equinos, entre caballos y mulas, 600 reses de a pie y 18 cañones y municiones y los víveres necesarios para quince días de marcha (galleta, charqui de las torres por medio de aparatos ingeniosos inventados por él. molido, ají, queso, vino –a raíz de una botella por hombre–, harina de maíz tostado, cebolla y ajo en cantidades) y organizarl­os en seis divisiones. Por eso resulta casi mágico que el mismo día, 12 de febrero de 1817, mientras las tropas de Las Heras y San Martín se reorganiza­ban luego de batir a las realistas en Chacabuco, el capitán Patricio Ceballos bate a la guarnición de La Serena, Juan Manuel Cabot en Coquimbo, Lemos ocupa El Portillo, Ramón Freire entra en Talca y se adueña de una parte del sur chileno mientras, a 1870 kilómetros de allí, el capitán Nicolás Dávila ocupa Copiapó, en el extremo norte de la línea.

Antes de partir San Martín sostenía que le costaba dormir, “no por la oposición que puedan hacerme los enemigos, sino el atravesar estos inmensos montes”. Con los reportes de mediados de febrero podría ahora conciliar el sueño.

Construía cureñas, cartuchos, mixtos de guerra, mochilas, caramañola­s, monturas y zapatos; forjaba herraduras para las bestias y bayonetas para los soldados; recomponía fusiles y con las manos ennegrecid­as por la pólvora, dibujaba sobre la pared del taller las máquinas de su invención”.

Tal vez la descripció­n mitrista pueda resultar demasiado elogiosa para una sola persona. ¡Los tresciento­s trabajaron con ahínco! Pero el director de esa orquesta supo afinarla a la perfección. La lista sería interminab­le. Apuntemos: encuentra los asesores sapientes para construir un laboratori­o de salitres y una fábrica de pólvora excelente y barata, para transforma­r los cuernos de las reses sean cantimplor­as, producir comida en conserva, tejidos y paños o tamangos –unas sandalias cerradas que usaban los negros– que, forrados con trapos viejos de lana incautados a la población, resultan aptos para terrenos nevados. Hasta prueba hacer clarines de lata pero no suenan.

Al gobierno de Buenos Aires se le enviaron, después de sesudos estudios, cómo debían ser las herraduras y modelos de pedazos de cable útiles para bajar o recoger cargas pesadas en la alta montaña. “¿El jefe quiere alas para los cañones?”, dicen que preguntó una vez para contestars­e: “¡Pues bien!, ¡las tendrán!”.

San Martín descubrió al fraile franciscan­o Luis Beltrán y lo puso a realizar la tarea adecuada, de acuerdo a las necesidade­s del momento.

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