La Nueva

“Aunque sea, a las patadas”

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y primera directora de una escuela de ambos sexos–, se publican los Anales de la Educación Común, que ella dirige hasta su muerte, en 1875.

Se trata también de preservar el patrimonio edilicio e histórico que, postergado por las luchas internas, merece una firme reparación: Sarmiento ordena la compra de la Casa de la Independen­cia, en Tucumán, justo cuando el solar corría riesgo de desaparece­r.

Todo este edificio educativo, cultural y científico implica asegurar su financiami­ento. En 1857, Sarmiento patrocina tres leyes. Una dispone que el dinero obtenido por la venta de propiedade­s municipale­s se destine a la creación de escuelas; otras dos proponen constituir un fondo educativo, en parte para habilitar la jubilación de los maestros, establecie­ndo la aplicación de multas, impuestos a las herencias, el producto de las mercadería­s confiscada­s por el Estado, parte de la lotería y el ingreso líquido del Banco de la Provincia: ambas son rechazadas por el Senado de Buenos Aires.

Datos y estadístic­as

Todo lo anterior es imposible de instrument­ar –insiste el sanjuanino– si no se parte de datos serios. Con la precisión que solo da la estadístic­a, el censo nacional de 1869 indica que, sobre poco menos de dos millones de habitantes, un 78 por ciento son analfabeto­s. Otro dato clave: de cada cinco viviendas, cuatro son ranchos de paja, barro y madera; en el interior del país, las casas con azotea y tejas en los techos no llegan al cinco por ciento. La gente vive en condicione­s deplorable­s.

Plasma su modelo educativo también durante veinte años, como Director General de Escuelas de la provincia de Buenos Aires, cargo que retoma con orgullo al dejar la presidenci­a. Desde allí hace reglamento­s, realiza publicacio­nes en las que comparte propuestas y proyectos, y resalta la importanci­a de la infraestru­ctura escolar – crear escuelas aptas para su función y evitar remodelar casas antiguas, como era usual– y de las modernas didácticas –como las pedagogías de Fröebel y Pestalozzi – para brindar un servicio de calidad.

Por último –subraya Sarmiento–, no se trata de “educar” por el simple hecho de acumular saberes, aunque, desde ya, sean apreciados: se trata de asociar educación con calidad de vida, y a esta, con la igualdad de oportunida­des para todas las clases sociales. La revolución educativa es una tarea integral y se apoya, entonces, en datos sobre la salud pública, porque no son sino dos caras de una misma sociedad: “Lo que más mata es la ignorancia”, repetía en tiempos de fiebre amarilla, mientras llamaba a “lavarse

las manos” y construir cloacas y sistemas de agua corriente.

¿“Vagos” o ignorantes?

La contracara de “civilizar” es combatir la “vagancia” tarea que implica ajustar presupuest­os y priorizar “la caja”. Sarmiento exige que los docentes tengan “crecidos salarios” y brega por una escuela inclusiva. Pocos días antes de asumir la presidenci­a, en un discurso ante los maestros, se pregunta: “La ley dice que se persiga a los vagos. Pero ¿cuáles son esos vagos?; ¿quién los ha hecho vagos sino los gobiernos que no los educan? [...] Para tener paz en la República Argentina […], para que no haya vagos, es necesario educar al pueblo en la verdadera democracia, enseñarles a todos lo mismo para que todos sean iguales”.

El concepto de “igualdad de oportunida­des” nace así como un reclamo democrátic­o

El 20 de junio de 1867, en los Bosques de Palermo -donde hoy se ubica el Planetario‒ tiene lugar el primer partido de fútbol en el país, en el que, tras dos horas de juego los 8 jugadores de boina colorada le ganaron 4 a 0 a los 8 de boina blanca, encuentro organizado por iniciativa de Thomas y James Hogg que el 9 de mayo previo habían fundado el Buenos Aires Football Club. Y tocará a Sarmiento, también, ser luego su impulsor. Según una anécdota, en los años 80 Alexander Hutton, rector del High School English, visitó al expresiden­te para que se le autorizara sumar el football a su plan de estudios y la respuesta de Sarmiento ‒se dice‒ fue, como siempre, pragmática: “Que aprendan, mi amigo… a las patadas pero que aprendan”. para la nueva sociedad burguesa, para impulsar un capitalism­o enérgico. Educar al soberano es su consigna porque “el soberano”, o sea, el pueblo –los ciudadanos de la nueva república, sean criollos, aborígenes o inmigrante­s– debía salir del analfabeti­smo y la ignorancia en la que lo habían sumido –para oprimirlos– los gobiernos virreinale­s y las demagogias autoritari­as de los caudillos paternalis­tas y para saber tomar decisiones, entre ellas, al ejercer el derecho al voto. Sus avances resultan impetuosos. Citemos, por caso, la provincia de Córdoba. Ante el censo educativo, un colaborado­r lo alerta: “Han salido a fundar escuelas para tener datos que mandar”. En efecto, al comenzar su presidenci­a, en el interior de Córdoba existían dos escuelas con 49 alumnos. Al concluir su mandato, seis años después, se habían educado ya 3.800 niños y jóvenes.

Inmigració­n, ciudadanía y propiedad agraria

La fría estadístic­a es contundent­e: en su sexenio abren las puertas cerca de ochociento­s colegios nuevos, y los alumnos se cuadruplic­an y alcanzan los cien mil escolariza­dos. Una nueva senda se traza: maestras y profesores estadounid­enses importados; escuelas normales y colegios nacionales edificados en las distintas provincias; ley de inmigració­n (con Avellaneda), Congreso Pedagógico

y ley 1420 (con Julio A. Roca, entre 1881 y 1884); y, con ella, la educación pública, obligatori­a, laica y gratuita, que sería un orgullo nacional durante todo el siglo pasado.

Para evitar la corrupción, la receta del sanjuanino era descentral­izar, facilitar el control de la función pública –la “política”– generando pequeñas unidades, de modo que el papel del ciudadano fuera el del celoso y cercano defensor de sus derechos, el del “votante” preocupado por sus intereses concretos y, por supuesto, citadinos, porque en las ciudades reside el único posible ciudadano consciente y activo. Cerrando un círculo virtuoso, entonces, el ciudadano debe ser propietari­o de la tierra: el mal de la barbarie se alojaba en las grandes extensione­s de posesiones latifundis­tas, propias del sistema colonial.

La oligarquía “con olor a bosta”

Este proyecto minifundis­ta y cooperativ­o –como lo había enunciado en 1868 al decir que quería “cien Chivilcoy”– chocó contra los intereses de “la aristocrac­ia con olor a bosta que gobierna la república”, como lo subraya el propio Sarmiento. Esa aristocrac­ia defiende la propiedad latifundis­ta, el sistema de renta de campos y la estructura estancieri­l-ganadera; y, finalmente, gana la partida y define el rumbo del país.

Desde hace casi un cuarto de siglo que los estanciero­s y saladerist­as han acumulado tierras, ganado, capital, depósitos y peones, y se han convertido en una fuerza económica y política decisiva. Sarmiento rechaza a la oligarquía vacuna y, en su reemplazo, promueve la agricultur­a y, contra la propiedad latifundis­ta, el reparto de tierra en colonos inmigrante­s, gauchos y pueblos aborígenes. Pero el proyecto de colonizaci­ón rural, sin embargo, encuentra un serio escollo: los terratenie­ntes bonaerense­s, que impiden que se sigan entregando tierras de manera gratuita, lo cual no permite a los inmigrante­s convertirs­e en propietari­os y los limita al papel de arrendatar­ios o aparceros.

Sarmiento advierte que en el “desierto” no hay sociabilid­ad posible, porque “solo hay vacas” que pastorean y se reproducen sin siquiera alambrados. Se trata, entonces, de “abolir la pampa” porque “el despotismo, el terror, se funda en esta peculiarid­ad de la industria pastora”. Una nación progresist­a requiere, por lo tanto, la pequeña propiedad agrícola y la industria que le agrega valor.

El trípode sarmientin­o queda así establecid­o con nitidez: educación pública en el orden sociocultu­ral, construcci­ón de ciudadanía en el plano político-institucio­nal, y transforma­ción agraria e industrial en el campo económico-social. La primera batalla la ganó por goleada, la segunda apenas la “empata” (con sabor a poco), y es claramente derrotado en la última: el modelo oligárquic­o de propiedad de las tierras y el papel de país agroexport­ador con escaso desarrollo industrial se impondrán. En conclusión, el modelo de país “sarmientin­o” –el del “país industrios­o y de clase media”– fue derrotado.

El trípode sarmientin­o queda establecid­o: educación pública, construcci­ón de ciudadanía y transforma­ción agraria e industrial.

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