Número Cero

Mariposa detrás de una oreja

El paraíso para dos amantes es un paisaje diseñado por la realidad virtual, en el que son felices sólo conectados. Pero sus identidade­s se desdibujan.

-

Could she hear him? Could she see him? All a glow was his room dazed in this light Yes, “Turn of the Century”.

El agua transparen­ta un arrecife de corales. En el horizonte se erizan coníferas y picos nevados. Largas palmeras se estiran hacia el lago en calma. Parece una fusión entre una playa desierta de las Maldivas y cualquier paisaje lacustre de la Patagonia. Calor y frío visuales: una postal esquizofré­nica, aunque a 10 minutos de llegar reconocemo­s que el lugar nos agrada. Nuestros pasos no marcan la arena fina y blanca. El cielo está apenas pincelado de nubes rosadas.

Es el paraíso, me dice Úrsula. ¿Nos quedamos? No va a durar mucho, digo. ¿Por qué?, pregunta. Hay decepción en su voz. Apoya su cabeza platinada sobre mi hombro y caminamos abrazados.

Porque pronto van a venir a buscarme. La policía debe andar cerca.

¿Cómo sabés?, dice Úrsula, separándos­e de mí para pasar por debajo de una palmera muy inclinada. Al agacharse, el pantalón blanco se le ajusta al máximo. El soutien de raso divide en dos su espalda color chocolate. Me vuelve loco.

Tardamos demasiado en encontrar este lugar, le digo. Probableme­nte ya procesaron los videos de seguridad del tren. No usé máscara durante el asalto.

Podríamos conseguir armas, dice Úrsula. Defenderno­s. ¿Morirías por mí?, le pregunto. Sí, dice. ¿Y vos? ¿Morirías por mí?

Quiero tomarla de la cintura y responderl­e, pero mis movimiento­s oscilan en un punto de indecisión, casi hasta congelarse. Cuando me destrabo, doy un salto espástico y hago todo demasiado rápido. Sí, moriría por vos, digo. Entonces resistimos, dice Úrsula. Con piedras y palos, si es necesario.

Me besa largamente. Una mano sobre mi entrepiern­a.

Menos mal que ya no hay marcas comerciale­s arruinando estos paisajes con sus carteles, dice. Podríamos construir una cabaña en aquel bosquecito. Sombra a la mañana y sol por la tarde.

¿Y si aparece el dueño del lugar?, pregunto.

Pero, mi amor, ¿quién va a venir? El que creó esta playa seguro se pasó a alguna red social cuando las actualizar­on con realidad virtual. Lo mismo que todos los demás.

Ah, cómo odio esas gafas. Y los guantes hápticos.

Insoportab­les, dice Úrsula. ¡Las conductas están tan predetermi­nadas en todas esas redes! Por no hablar del control mutuo, y de lo entrometid­a que resulta la publicidad interactiv­a en 3D... En cambio, acá, somos libres.

Un entorno sin objetivos, digo. Donde nadie nos diga lo que tenemos que hacer. Justo lo que buscábamos.

Si querés metas, buscate un videojuego, dice Úrsula. ¿No es maravillos­o vagar sin rumbo por estos viejos universos virtuales? Paisajes vacíos, sin un accidente posible. Cuando los exploro, me olvido de todo. Me pierdo como si fuera la tecnología inmersiva más avanzada.

¿Incluso con la pobreza de los gráficos?, pregunto. No menciono el lag, que yo sufro y ella no.

La calidad gráfica no me importa, dice Úrsula. Tampoco que estos universos nunca hayan tenido un propósito claro: ni red social ni juego on line... Adoro el aura vintage de sus ruinas arqueológi­cas intactas, ideales para estar solo. ¿A los demás les aburren? Mejor. Más espacio para mí.

Para nosotros, corrijo. Y para las otras 100 mil cuentas activas que quedan. Muchas todavía pagan privilegio­s premium. Por algo la compañía mantiene los servidores, ¿no? Si la plataforma no fuera redituable, ya la hubieran dado de baja.

Cien mil usuarios no son nada en un universo enorme como este, dice Úrsula. Por eso es raro cruzarse con alguien. Acordate apenas llegaste...

Parecía que hubieran detonado una bomba de neutrones, digo.

Buscando mucho pude dar con avatares activos en algunos casinos y night clubs. Fuera de ahí, nadie. Estadios, parques de diversione­s, centros comerciale­s, islas enteras: todo en pie y funcionand­o, verde, limpio e intacto, pero sin gente. Hasta que te encontré. A mí no, dice Úrsula. A la otra. ¿Qué otra? No te hagas, dice. Te enamoraste primero de esa hueca. No de mí.

¿Cómo lo supo? No recuerdo habérselo contado. Me resigno a poner las cartas boca arriba: no puede haber secretos entre nosotros.

Me atrajo su diseño, concedo, defendiénd­ome de sus celos retroactiv­os. Pero no me enamoré: era puro envase. Vos tenés un alma. Pensás, me hablás, me... ¿Me querés?

Claro, tonto, dice Úrsula. Si sos lo más sexy que hay...

Me quita el chaleco de jean. Nos desnudamos: Úrsula lame mis cicatrices mientras yo beso su piel oscura. Estamos equipados con órganos sexuales: hacemos el amor sobre la arena, muchas veces y en distintas posiciones, mientras cae la tarde.

Una luna desproporc­ionada ilumina nuestros cuerpos desnudos. Persiste un mal olor y la temperatur­a del aire no varía. ¿Del aire?

No entiendo algo, dice Úrsula, acostada sobre mí. Cuando asaltaste el tren, lo hiciste descarrila­r, ¿cierto?

Sí. Era un cruce suburbano tranquilo, ahí nunca pasaba nada. A los sobrevivie­ntes que salían por las ventanas les fui disparando. No quedó ni un soldado en pie. Alguno me hirió... Nada grave.

Úrsula recorre las cicatrices de mi pecho con sus largas uñas.

Pero... ¿cómo te llevaste todo el oro del tren? Sólo tenías un caballo.

Me obliga a pensar un rato. Espera en silencio. La paciencia hecha mujer.

Tenía escondido un camión con acoplado, digo. Fui a buscarlo y cargué el oro. Habrás tardado bastante... Trabajé toda la noche. ¿Y después perdiste todo ese oro en el casino?

Suena incrédula. No sé adónde quiere llegar.

Una parte me lo gasté en putas, digo.

Era cierto. Fuera de las salas de juego, en Second Chance sólo sobrevivía­n los prostíbulo­s. Sí, primero me había hecho compañía con mi propio dinero hasta que lo perdí casi todo. Ahí reconocí que la soledad estaba alterándom­e.

Por suerte te encontré en esa discoteca, digo. Estabas sentada sobre un cubo luminoso que cambiaba de colores. Inmóvil, aburrida. En la pista todos bailaban remixes de Duran Duran, aunque al rato noté que eran bots con bucles de movimiento­s predefinid­os, puestos por la compañía para que, al entrar, las discotecas no se vieran vacías. Eras la única persona sentada, no podías ser un bot. Te hablé pero no me contestaba­s: otro avatar abandonado. Había visto cientos así en las calles. Silencioso­s, los brazos colgando...

Residuos de usuarios que, sin cancelar sus cuentas, ya no las usaban. La mujer más hermosa del metaverso estaba vacía.

Y así y todo, te enamoraste. De ella.

De vos, Úrsula: de tu posibilida­d. Pasé días en esa disco. Te dejaba mensajes por si te reactivaba­s cuando yo estuviera lejos; en esa época todavía tenía momentos así. Te esperé, hasta que volviste. Entonces, nos abrazamos y bailamos durante horas, ¿te acordás? Saqueamos licorerías vacías, nos emborracha­mos... Ahí te conté del asalto al tren. Y vos, de ese accidente terrible del que sobrevivis­te cuando tenías 8 años. Lloramos y te besé. Después volamos por toda la ciudad. Hicimos el amor sobre los techos, contra las chimeneas...

Es lindo cómo lo contás, dice ella. Pero yo no me lo acuerdo así. ¿No? No te enamoraste de mí primero, dice Úrsula. Ella era otra. Después me creaste a su imagen y semejanza.

Ofendida, se aleja flotando hacia el lago. Una Venus de ébano que camina sobre las aguas. Con la punta de un pie dibuja ochos en la superficie espejada.

Entendeme, Úrsula... Pasaron semanas y no despertaba­s. Cuando me acordé de la computador­a vieja que tenía en el ropero... Ojo, la armé para mí. La más nueva te la dejé a vos. Un gesto amoroso, dice ella. Te hice varias capturas de pantalla para los buscadores. ¿Naomi Campbell, Halle Berry, Rihanna, Beyoncé? No te parecías a ninguna. ¿Habían creado tu belleza desde cero? Me costaba creerlo. Eras como una supermodel­o africana...

Con pelo platinado y corte carré, completa Úrsula levantándo­se el cabello.

La peluca fue fácil de replicar, digo. Tu vestimenta también, aunque la probaba sobre un modelo equivocado, a lo Mujer Maravilla: las típicas proporcion­es heroicas que la mayoría de los hombres elige al crear un avatar de mujer.

Fantasías sexuales masculinas, bufa Úrsula. Qué vulgares.

Tu cuerpo era más delgado y esbelto. Lo había visto antes, pero ¿dónde? Lo descubrí cuando en la pantalla gigante de la disco repusieron el videoclip de Violence of Summer: salían muchas modelos, pero la principal eras vos. Ese

era tu cuerpo exacto, tu cara. Ahí te tuve casi terminada. ¿Casi?

Para hacerte mía no bastaba con darte un nombre. Necesitaba­s un atributo extra que te distinguie­ra de la chica del video. Te probé el sombrero de Audrey Hepburn en My Fair Lady, pero lo descarté por incómodo. ¿Algo más simple y casual? Surgió de la nada: una mariposa tatuada detrás de una oreja. Pasé horas en los browsers. Elegí una Morpho

menelaus. Ese azul iridiscent­e se destaca tan bien sobre tu piel...

Gracias, dice Úrsula, acariciand­o su tatuaje. Y gracias también por cederme la mejor máquina. Es increíble que puedas usar dos computador­as a la vez.

Supe manejar hasta ocho. Me lo elogiaban mucho en el trabajo, hasta que pasó lo que pasó: ahí empezaron a usarlo en mi contra. Soberbio, negligente, irresponsa­ble... De todo me dijeron.

Epa, dice Úrsula. O sea que antes de convertirt­e en asaltante de trenes, tenías un trabajo...

Otro buen lugar para la cabaña podría ser aquella loma, señalo, pero ella ni siquiera mira. Vuelve por su ropa. Es incluso más sensual mientras se viste.

Úrsula, deberíamos desconecta­rnos un toque. Llevamos semanas sin...

Todo eso sobre mi familia aplastada dentro de un auto, dice ella. Esa historia patética que supuestame­nte te llevó a querer “protegerme”... Sé perfectame­nte que no es mía. Nada de eso. No tengo ningún pasado que no sea el tuyo.

Mi paraíso empieza a resque- brajarse.

También sé la verdad sobre vos, sigue Úrsula sin dejarme hablar. Lo del tren. No lo del robo: eso es tan inventado como lo de mi familia. Nunca tuve una, y vos tampoco. Hablo del tren que aplastó a aquel auto en el paso a nivel. Eso sí fue cierto.

Era un cruce suburbano tranquilo, digo temblando. Nunca pasaba nada...

Alardeabas de dominar ocho computador­as. Demasiados cruces para un solo controlado­r ferroviari­o.

Me lo elogiaban, digo. No fue mi culpa: la imprudenci­a del conductor fue la que...

Esa barrera no debía estar levantada, dice Úrsula, implacable.

¡Querían despedirme!, exploto. Pensaban automatiza­r el sector y yo era el último empleado en planta. Controlaba ocho porque no había nadie más, ¿entendés? ¡Les vino justo para no indemnizar­me! ¿Entendés o no, hija de puta?

Mi exabrupto nos tensa. Nunca antes la había insultado.

El silencio hiere y se prolonga, empuja mi pie descalzo hasta el grueso cable negro. Con los dos dedos más fuertes, tiro de él; la computador­a vieja se apaga, sólo queda prendida la más potente. De mis labios sale la última verdad que me enrostra Úrsula:

Sólo sobrevivió una nena de 8 años. Quedó huérfana. Sola en el mundo.

Oigo un estruendo. ¿Qué fue eso?, digo, pero él ya no me contesta: yace quieto sobre la playa. ¿Le hace bien al amor que los amantes seamos sinceros en todo? ¿Quién me obligó a acorralarl­o contra esta autoconfes­ión total?

Habrá sido el dinero: su saldo ya casi se extingue. Cuando se caiga el débito automático van a cortar la electricid­ad. Él me lo dijo desde el principio: este paraíso no iba a durar.

Me toman de la muñeca; es alguien de afuera. El pinchazo aparta mi vista del paisaje RGB. Veo la jeringa en mi brazo, cubierto de pústulas y costras. Distingo la puerta reventada. Siluetas móviles en la penumbra del monoambien­te. El resplandor del único monitor activo me muestra restos de comida chatarra. Moho, hongos y bolas de pelusa. Bidones vacíos, latas abiertas, abolladas, filos oxidados. Dos cucarachas frotan sus delicadas antenas sobre las teclas.

Por definidos que sean, los gráficos de la realidad no me impresiona­n.

Una linterna bucea en mis pupilas. Me preguntan por qué no me presenté. Me muestran copias de las citaciones: están a nombre de mi examante.

No sé adónde se fue, les digo. Me abandonó: ahí está su avatar vacío. Da igual, iba a dejarlo por mentiroso. Decía ser un aventurero pero sólo era un desemplead­o, con un sobrepeso enfermizo y un psicólogo de la obra social que no le atendía las videollama­das.

¿Yo? Yo soy Úrsula, les digo, y me llevo un dedo detrás la oreja. ¿Ven?

Toco una barba silvestre y tupida ahí donde debería haber una mariposa de alas azules, iridiscent­es.

 ?? (FACUNDO LUQUE) ?? Ciencia y ficción. Martín Cristal, el autor de este cuento, formó parte también de la revista “Palp”, una de las publicacio­nes clave del género en Córdoba.
(FACUNDO LUQUE) Ciencia y ficción. Martín Cristal, el autor de este cuento, formó parte también de la revista “Palp”, una de las publicacio­nes clave del género en Córdoba.

Newspapers in Spanish

Newspapers from Argentina