Número Cero

La fantasía está en las flores

Es una de las poetas más elogiadas y leídas de Córdoba. Hace años que trabaja en una funeraria, pero dice que se cansó de los muertos y que ahora quiere estar del lado de la gente.

- Florencia Gordillo Especial

La oficina está en penumbras. Laura García del Castaño –poeta, empleada de una funeraria, amante de la jardinería– se sienta detrás del escritorio pálido que hace juego con las paredes pálidas y con su ropa nada llamativa: pantalón negro, camisa a rayas blancas y celestes.

Hay una biblioteca con pocos papeles y un jarrón con tres flores de plástico rojas; dos sillas y un sillón de terciopelo azul que usa de cama las veces que le toca trabajar de noche en la funeraria. Cuando se duerme, a veces sueña: una mujer que usa vestido rojo está atrapada en el auto, grita, llora, porque acaba de tener un accidente y, a su lado, en el asiento del conductor, hay un hombre muerto.

Ordenar, organizar, controlar cada detalle de la muerte hacía que se sintiera omnipotent­e.

La oficina sigue en penumbras. Laura sigue sentada detrás del escritorio pálido, las paredes siguen pálidas y su ropa sigue sin llamar la atención.

Cosas hechas

Entonces hace una lista mental de las cosas que hizo en su trabajo: vestir muertos, llenar de granos de café el ataúd para aplacar el olor que sale del cuerpo, bañar a una niña ensangrent­ada, rasurar la barba de un anciano.

Tareas predecible­s para cualquiera que trabaje en una funeraria. También tuvo que atender como a cualquier cliente al marido de la mujer que después iban a velar: él era el asesino. O ver que los hijos del hombre que están velando se van sin poder acariciarl­o por última vez, porque están presos y tienen las manos esposadas.

También vio llorar a una mujer y supo por qué lloraba: la mujer usaba un vestido rojo, estaba atrapada en el auto, gritó, lloró, porque acababa de tener un accidente y a su lado, en el asiento del conductor, había un hombre muerto: su marido.

Al mismo tiempo que consiguió el trabajo en la funeraria, abandonó la escritura durante cinco años.

Ella dice que lo que escribe después pasa. “Empecé a preguntarm­e qué estaba haciendo. Sentí que tenía que salir a ver el mundo. Tenía que leer y abstraer todo. Empecé a descubrir que los poemas construían realidades en el tiempo”, dice Laura y baja la voz para contar una historia.

El 24 de julio de 1998 escribió un poema. Cuando terminó, se secó las lágrimas y tapó su boca con las manos para que sus padres no escuchen los sollozos. La tristeza no tenía explicació­n, estaba instalada dentro suyo.

Laura escribió un libro que se llama Desde el Alba y que habla de la tierra roja, del amor y de la muerte. Tres años después de publicar el libro, se casó y en la luna de miel conoció a una mujer que se llama Alba, misionera: la provincia de la tierra colorada, con una hermana muerta justo el 24 de julio de 1998.

“Sentía que estaba predicien- do. No lo podía manejar, entonces pensé: mejor me corro”, Laura habla bajo como si contara un secreto y nadie debiera escucharlo, aunque en el comedor de su casa no haya nadie más que ella y yo.

Apenas entra en su casa, se saca la ropa que usa para trabajar y dedica el resto de la tarde a cuidar el patio.

Hace algunos meses en el techo había un panal de avispas que bajaban a tomar agua acumulada en las macetas. Ahora escribe sobre la vida de los matrimonio­s en las casas, como si fueran avispas en un panal.

Otra parte

Publicó ocho libros, a los 15 años escribió el primero.

“En principio, la escritura se trata de uno. Hay que hacer ese recorrido: a medida que te expandís, hacés un proceso; cuanto más buceas en vos, más salís hacia afuera, y cuanto más escribís hacia afuera, más te conocés hacia adentro”, dice Laura. Después de publicar El animal

no domesticad­o (2014), que parte de su rutina en la funeraria, cree que cerró un ciclo. “Hoy ya no quiero mi trabajo: fantaseo con tener un vivero. Me siento más segura del lado de la gente, no de los muertos”, dice Laura mientras mira con delicadeza las plantas florecidas bajo el sol en agonía.

Cuando le pregunto por su cercanía a la muerte, después de largas horas sentadas en el patio de su casa, el grabador se apaga solo.

Entonces, Laura lo señala con el dedo y dice: “Esa pregunta no tiene que ser respondida. Todo el tiempo estoy al borde de la muerte y cada día que pasa siento que me perdona”.

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(MARTÍN BAEZ) Con voz propia. Laura García del Castaño forjó un estilo reconocibl­e en su poesía.

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