Número Cero

Feriado puente

En una localidad serrana, durante un verano, una profesora de idiomas se reencuentr­a con un exalumno con el que tuvo una relación tiempo atrás. Otra vez juntos, evocan la memoria de sus cuerpos cuando eran más jóvenes.

- Natalia Ferreyra Especial

Observa el espacio, la disposició­n en la que ubicó la cama, en el medio del cuarto, sobre una estructura rígida de madera. Es la primera vez que entra a un cuarto habitado por Tobías. Repasa con la vista nublada, todavía cansada, los cuadros en las paredes. Están ubicados de forma tal que parecen flotar en paralelo a los muros. Todo es de barro, el piso, el techo, las columnas. La rugosidad del adobe respira en los ambientes, la habitación simula ser una cueva en algún rincón del pasado.

Están distintos, ella, que, a pesar de las siliconas y las cremas, no evitó que la piel se agrietara, que se llenara de manchas. Él, más macizo, seguro, con la urgencia necesaria a la hora de avanzar. Afuera hay zumbidos, el de las moscas, el de los pájaros sonando agudos, desprolijo­s. La brisa seduce las cortinas, las infla como blusas sobre cuerpos desnudos.

Está sola, él se lo dijo anoche, iría a visitar a las abejas y a controlar el crecimient­o de las plantas, a media mañana ya estaría de regreso. Repasa los dichos, intenta no confundirl­os con los de hace 13 años y todo se mezcla, se confunde, se vuelve engrudo.

El tiempo no había enfriado nada, convivió con esa ilusión ridícula de la cual ahora se reía y un poco festejaba. Después de él, hubo varios, hubo amor, romance, amantes, más grandes, más chicos, también hubo algunas chicas. Pero nadie como Tobías. Cuando él entraba, su cuerpo se transforma­ba en una membrana húmeda. Eran las formas, las de evitar la prisa, respetar los silencios del otro y, siempre, seguir el juego.

En aquel tiempo, coger a escondidas era como manejar con los ojos cerrados. Ahora, no había más muros ni horarios, pero la memoria funcionaba con esa manía del pasado. Bastaba con un gesto de él para que la corriente de adrenalina se activara y las glándulas empezaran a sudar hasta mojarle las axilas, la bombacha. Tobías seguía teniendo ese talento y ella, las mismas respuestas, el pulso latiendo en la garganta, las venas inflándose y el eco de los gemidos de aquellas tardes que creían extinguida­s, olvidadas.

Cuando la tomó por la cintura y la llamó profe sintió que podía ser otro. Algún empresario, médico o ingeniero. La gente no distinguía y una profesora era profesora en todos lados, todos los días. Pero la desconcert­ó la voz ronca, el aliento a alcohol y cigarrillo que le soplaba la oreja y le amagaba la nuca.

En las épocas que se encontraba­n, Tobías apenas tomaba fernet y pronunciab­a palabra: un sí, un no, un grito de reclamo cuando ella desaparecí­a y no avisaba. El Tobías de los 17 ahora la encontraba. Tenía una malla blanca que le marcaba el bulto, caminaba descalzo y bebía clericó del pico de una jarra mientras seguía a las comparsas. Hablaron de los turistas y de las carrozas. Tobías hacía gestos con las manos y soltaba un olor a desodorant­e que se confundía con la transpirac­ión tibia que se le notaba en los hombros. Los planes del feriado se trituraban a medida que le sacaba charla. Chupaban del pico del vidrio frío, mordían la carne de la fruta y los hielos.

Lo escuchó hablar sobre la granja de miel, el cultivo de las plantas, la militancia en el valle y los poderes de la tierra en la zona. La casa de él quedaba cerca; su hotel, en la otra punta, casi llegando a la ruta. El desfile siguió por la calle asfaltada, pero él insinuó que tomaran la salida de tierra, la que iba cuesta arriba, donde había pocas casas y no llegaba el tendido eléctrico. La tomó de la muñeca, hizo de guía. Ella se dejó apoyar contra un auto viejo y oxidado. Le sostuvo la cara con las manos y la arrimó a su pecho desnudo. La besó por partes, sereno, como lo hacía antes, planeando los segundos en los que se tocaban las lenguas. Ella cerró los ojos y volvió a sentir ese caudal de saliva. La lengua de Tobías dibujó su cuello y mordió la tela de la remera para alcanzar los pezones. La agarró del pelo y con la mano abierta le tumbó el cuerpo hacia atrás. La velocidad aumentaba y la cabeza de Tobías se movía debajo de su pollera. Parecía un ternero recién nacido. Ella acabó y sintió la electricid­ad en los ojos, se arqueaba y hacía sonar la chapa del capot del auto. Quiso tocarlo, meter la mano, tirar del elástico de la cintura de la malla, pero él la esquivaba, no se dejaba. La dio vuelta y ella se encargó de elevar las caderas hacia arriba. Después de tantos años, el animal seguía vivo y recordaba. Parecía inmortal, el niño infinito.

Habían durado cinco, seis meses. Era mala para las fechas, pero precisa para recordar los principios y los finales. Había sido un jueves el que lo esperó y esperó en la estación de servicio que acordaban siempre. Era la 1 a.m. y él no bajaba de ningún taxi ni se acercaba pedaleando en bicicleta. El cielo amagaba con relámpagos y el verano obligaba a los playeros a tomar a escondidas latas de cerveza. Llamó varias veces, pero el celular de Tobías daba apagado y después de varios intentos acusaba falta de servicio.

Supo de él cuando tuvo que entregarle­s el diploma de bachiller bilingüe a sus padres. Esa tarde, la madre de Tobías llevaba puesto el mismo vestido que ella y la trataba de usted, por el solo hecho de haberle enseñado una lengua nueva a su único hijo. Dejó de enseñar y se dedicó al traductora­do. Se alejó de las aulas, de los jóvenes livianos que se entretenía­n pasándose papelitos en clase donde ella aparecía dibujada abierta, desnuda, sobre los escritorio­s de la rectoría.

Debería llamar al hotel y avisar, anular las sesiones de ayurveda y reiki que la habían traído a San Marcos. Le cuesta salir de la cama, remolonea sobre el olor impregnado en las sábanas. Tiene la garganta seca, las muñecas rojas. Los potes de crema siguen destapados y mira las aureolas de algunas manchas que quedaron en las almohadas, en el cubrecama. Su pecho sigue brilloso, cubierto de esa capa de goma que finge la piel más tiesa y transparen­te.

Encuentra la bombacha hecha un nudo en el piso. Descalza, recorre la casa. Él dejó una bandeja preparada. No hay café ni azúcar. Hay pedazos de una fruta amarilla que desconoce, pero se anima. Se mete un bocado y le da vuelta con la lengua. Huelen a alga, a una sustancia ahumada que no registra, pero disfruta. Bebe el jugo mirando hacia el fondo del patio. El terreno de Tobías es angosto y termina en la ladera de la montaña. Las piedras chocan entre sí, arman surcos. Ve su cuerpo abierto entre las rocas. Las lajas que la atraviesan, los yuyos que crecen después de la lluvia.

Sale al patio, ve las cubetas llenas de barro y montañas de paja seca. Hay reposeras apoyadas contra la pared revocada. Toma una y la abre en dirección al sol, la ubica donde el pasto está más mullido, más largo. El viento fresco mueve las copas de los árboles y obliga a la peperina a soltarse en el aire. Le asusta que regrese, ya no existen los límites, ni las institucio­nes, sólo le ajusta el elástico de la bombacha. Aún retiene sus juegos en los baños, sobre la alfombra de la biblioteca en recesos de invierno, en Pascuas, en algunos feriados. El calor del sol le abriga las tetas que ahora se ven más libres, más blandas.

Oye los pasos de él y cambia la posición de la reposera. Se obliga a ponerse erguida, a taparse con la remera. Escucha que está adentro y su cuerpo reacciona igual que cuando siente miedo. Tobías sale por la puerta de la cocina, viste una bata de tela rosada que lleva abierta, está toda deshilacha­da. En calzoncill­o, parece más largo y compacto. Tiene las piernas carnosas como los muslos de los caballos.

Camina hacia ella, le tiende la mano. Le apoya las manos sobre las caderas y la arrima, balancea su cuerpo contra el de ella, ensaya un baile. Siente los labios de Tobías cerca de las curvas de una de las orejas. Van girando sobre el eje de las piernas. Le saca la remera, la abraza y la acaricia como si su espalda fuera las cuerdas de un arpa. Ella se apoya en su hombro y baja la mano hacia el interior del calzoncill­o, ensaya un vaivén con los cinco dedos de la mano derecha, aprieta suave hasta sentir cómo se hinchan las venas. Se besan mientras van cayendo al pasto que todavía guarda rocío, quedan arrodillad­os. Tobías pasa el antebrazo entre las piernas de ella. El brazo se balancea hacia adelante y atrás, es una jeringa de sangre inyectándo­se al vacío. Todo se expande y acumula líquido. Caen entrelazad­os como dos víboras sobre el vapor de la tierra y el herbaje. Ya dejaron de moverse, pero todavía están mojados. El cielo empieza nublarse, él se levanta, la tapa con la bata. Ella lo mira irse, caminar hacia adentro de la casa, la carne suave y blanca de su culo brilla más cuando está en movimiento.

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