Leer o no leer, qué dilema
Es una actividad que reúne dos prejuicios opuestos: los lectores son considerados sabios o vagos, según las circunstancias.
La lectura es un tema recurrente de conversación y adoración. Pero, a pesar de esta costumbre –o tal vez por eso mismo–, hay muchos prejuicios en torno a ella. Algunos la consideran una actividad destinada a sabios y otros no la consideran una actividad en absoluto.
Todo empezó, para variar, con un griego que escribió un tratado de ética en el que se marcaban las características de una vida contemplativa en oposición a una vida activa. Apartarse del placer de los sentidos y de las discusiones políticas era un requisito necesario para dedicarse a comprender y a teorizar acerca del hombre y del mundo.
Entregarse a la lectura edificaba al hombre y lo acercaba a los dioses, pero era posible sólo en el espacio del ocio. Deformaciones mediante, hoy se sitúa a la lectura dentro de las ocupaciones que en realidad no involucran un hacer. La quietud corporal parece ser el criterio para establecer qué es una actividad y qué no lo es.
Así, un lector es a menudo interrumpido porque “no está haciendo nada”, lo que supone que la lectura es un acto pasatista que no requiere un sujeto activo. Leer no ocupa ningún espacio en la agenda de nadie.
Pero también existen ocupaciones que hacen de la lectura su herramienta de trabajo. En ese caso, la pasividad está justificada a un cuando sea extraño que alguien trabaje en medio de la quietud. De la mano de esa noción de sabiduría que emerge del ejercicio de la vida contemplativa, este último modo de entender la lectura se deforma en un prejuicio que identifica “lectura” con “sabiduría”. No importan los criterios operantes ni la apropiación del lector: leer no parece tener otro fin que el de inocular saber.
Incentivar a los niños a leer es un fin indiscutible y se concibe que su rechazo es fruto de la ignorancia y no de gustos personales. De modo que ambos prejuicios construyen respectivamente la figura del lector como vago o como sabio o, peor aún, como un engendro de ambos.
El culto a la lectura enaltece sin sentido a quienes realizan una actividad con el mismo placer de quien practica un deporte, mientras se considera que los contemplativos, los que tienen tiempo de sobra, harían bien en abandonar las páginas y zambullirse en la vida activa.
Ambos prejuicios desvían la atención y olvidan que, al igual que todas las actividades humanas, la lectura sólo posee el valor que el agente quiere darle.