Una postal de la inmigración japonesa
Son muchas las novelas argentinas que, al abrevar en los relatos familiares, ofrecen en paralelo su postal particular sobre la inmigración. Sus etapas argumentales suelen incluir las dificultades en la tierra de origen, los motivos para partir; las peripecias del viaje; la llegada, el choque cultural, el idioma; los duros comienzos, los rechazos, la discriminación que fluye en ambos sentidos; el desgarramiento de volverse un ser de dos mundos; el lento tejido de nuevos lazos afectivos.
En todas vibra la aventura de lanzarse a lo desconocido, el azar sembrado en el camino, las esperanzas que promete cada horizonte.
Todo esto también lo abarca Maximiliano Matayoshi en su propio aporte a esta corriente narrativa. En
el paisaje histórico y emocional por el que Matayoshi nos conduce es el de la inmigración japonesa de posguerra.
A fines de los años 1950, Kitaro es un chico de 11 años; tras la devastación de Japón por la Segunda Guerra Mundial, su madre lo impulsa a embarcarse rumbo a la Argentina. El niño viajará solo, en busca de mejores oportunidades.
“Gaijin” es la palabra que los japoneses usan –incluso despectivamente– para señalar a quienes no son descendientes de japoneses. Una “persona de afuera”, un extranjero. Pero ¿quién sería realmente el extranjero aquí? ¿Cualquier argentino al que este japonés designase como gaijin por no pertenecer a su colectividad, o quizás ese mismo japonés, que acaba de llegar a Buenos Aires?
El tiempo de la acción avanza en forma lineal a través de 14 años, en un reposado continuo (durante el viaje) o bien con sutiles elipsis (ya en la Argentina). La travesía, los nuevos amigos, la tierra prometida, la inevitable tintorería, los enamoramientos: todos los detalles surgen con la calma de un vívido recuerdo.
Gaijin se lee casi como si se la oyera, no por el remedo lexical de alguna oralidad, sino por la naturalidad de su sintaxis. El verosímil del relato pareciera emanar sobre todo de ese pulso, más que de las sutiles marcas de época o de la supuesta garantía que daría la ascendencia del propio autor. La sobriedad de esa voz, su tono calmo y controlado, condicen con el retraimiento del personaje-narrador: una timidez proverbial, resultado de su carácter, pero también de las circunstancias y de las presiones culturales.
Este tono impacta sobre todo por su madurez, especialmente si se considera que Matayoshi escribió Gaijin entre los 19 y los 21 años. La novela se publicó dos años después, tras ganar el premio Unam-Alfaguara (2002). Aunque Matayoshi siguió mostrando relatos en diversas antologías –por ejemplo: en La joven guardia (2005)–, con los años diversificó su creatividad hacia la fotografía. Pronto su novela se convirtió en un libro imposible de hallar; su reedición llega en 2017, poco después de la muerte del padre del autor, lo cual lo motivó a agregar un epílogo.
Ahí se subraya que Kitaro no es el padre del escritor, sino una invención que toma algunos rasgos de este y su derrotero, pero también anécdotas y situaciones de otras fuentes. Este sentido epílogo sería la única modificación del texto original para esta reedición, apuesta con la que la editorial Odelia inaugura su colección de narrativa contemporánea.