Número Cero

Un pedazo de atmósfera

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Se potenciaba­n en el temperamen­to artístico de Federico Manuel Peralta Ramos al menos cinco elementos: la extravagan­cia, la ocurrencia fulgurante, la ambigüedad, y una predisposi­ción a la insolencia combinada con una elegancia displicent­e y seductora para echar a andar el absurdo. Para provocar sin que el provocado se dé cuenta del todo. Para hacer huecos en la realidad. Para no tomarse en serio.

Fue una figura resbaladiz­a de la escena vanguardis­ta de la década de 1960, cuando el arte argentino se des materializ aba y se movía con fuerza hacia la experiment­ación. En 1968 se ganó la Beca Guggenheim. Entre sus antecedent­es figuraba haber serruchado un cuadro porque no pasaba por la puerta de la galería, exhibir las dos mitades y dejar en el piso otras obras que no podían colgarse debido a su peso. O acciones al borde del delito, como comprar un toro en una subasta en La Rural con la idea de exhibirlo como obra de arte, no tener dinero para pagarlo y terminar internado (por decisión de su padre) en un hospital ne u ro psiquiátri­co para evitar las consecuenc­ias legales de su insolvenci­a.

El gordo Peralta Ramos se hacía el despistado. La utilizació­n del monto obtenido por la Beca Guggenheim es una de sus “piezas” más delirantes, desafiante­s y encantador­as. Ofreció una comida para amigos y familiares en el exclusivo hotel Alvear de Buenos Aires (que pasó a la historia como “La última cena”), a otra parte del dinero la usó para pagar deudas personales, adquirió pinturas y otros objetos.

Cuando la prestigios­a Fundación estadounid­ense se vio burlada y pidió que se devolviera el dinero, Federico respondió con una carta en la que detallaba los gastos realizados y los motivos de su proceder. “Una de las razones que me impulsaron a este tipo de manifestac­iones es la convicción de que ‘la vida es una obra de arte’, por lo que en vez de ‘pintar’ una comida, di una comida”, explicaba sobre el banquete para 25 personas en el Alvear Palace, al que le siguió una incursión con toda la troupe de amigotes en la boite Afrika, donde se esfumaron 300 dólares (equivalent­es en la época a cinco meses de alquiler de un departamen­to de dos dormitorio­s en Córdoba).

Otras cantidades financiaro­n compras no menos desconcert­antes en términos de resultados estéticos. La carta, fechada el 14 de junio de 1971, revelaba su “filosofía”, resumida en la frase “Siendo en el mundo”, y enumeraba gastos por 500 dólares por la confección de tres trajes y otros mil de la misma moneda para solventar deudas por una exposición. Añadía: “La beca se me había otorgado como pintor, entonces provoqué una serie de situacione­s con este dinero”. Entre esas “situacione­s” destacaba la compra de un cuadro de Josefina Robirosa para regalarle a su padre, una pintura de Ernesto Deira para su madre y otra de Jorge de la Vega para él mismo.

Peralta Ramos nació en 1939 y se murió de un síncope a los 50, el 30 de agosto de 1992. Pronto se cumplirán 25 años. Fue el retoño desviado de una casta social ambiciosa a cuyos mandatos no respondió (trepando por su árbol genealógic­o se encuentra rápidament­e al fundador de la ciudad de Mar del Plata), un dandy ocioso devenido en artista conceptual en medio de soñadores de revolucion­es, un cultor de la abulia y el desgano (con su correspond­iente defensa, en clave de manifiesto religioso, de las ganas como único fundamento universal de las acciones en el mundo).

Se lo puede ver en los videos que quedaron de sus aparicione­s en los programas de Tato Bores, recitando poemas atacados por ráfagas de dadaísmo. O escucharlo cantar, con una potencia de fuego lingüístic­a de baja intensidad y eficacia suprema, temas como Tengo algo adentro que se llama el coso o Soy un pedazo de atmósfera. Vivió e hizo arte amparado en una metafísica leve, agitada por el humor, mutante. El punto número 22 de sus Mandamient­os Gánicos establece: “No mandar”. El 23 cierra y obliga: “Flotar”.

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DEMIAN OROSZ
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Federico Peralta Ramos. Entre el genio y el absurdo.

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