Número Cero

Las delicias de la incorrecci­ón

El humor incómodo, como el que hacían Gasalla, Tortonese y Urdapillet­a en “El Palacio de la Risa”, es indispensa­ble porque nos ofrece un espejo de lo que somos, de nuestras incoherenc­ias y aciertos.

- Camila SoSa Villada

Este mes me hice mi propia maratón melancólic­a con los sketches de Antonio Gasalla en

El Palacio de la Risa, aquella irreverenc­ia humorístic­a que por lo menos a mí me marcó de una manera muy filosa y me hizo reconocer a la risa como un arma, un arma que utiliza la cultura para dar batalla a lo que se impone desde la política y la economía.

El Palacio de la Risa me dio a probar las delicias de la incorrecci­ón, de los límites que deben cruzarse, de las risas peligrosas y nerviosas. Pequeñas obras de teatro que salían cada semana por ATC y que tenían como protagonis­ta a Antonio Gasalla, pero también a Norma Pons, a Juana Molina, a la Llinás y a tantos otros, pero sobre todo a Alejandro Urdapillet­a y a Humberto Tortonese: esa dupla pagana y sinvergüen­za que coronaba el fin de la semana, allá, en mi niñez.

Esta maratón de tantos y tantos videos de aquellos años me hizo descubrir que mi gusto por la picardía y lo prohibido seguía intacto. Me reí como siempre ante esa falta de respeto a los ídolos, a los dioses, a las cosas sagradas que tenemos clavadas en el corazón.

De cuando en cuando es necesario tirar las estatuas de nuestros dioses al piso, para recordar que sólo existen por nosotros, por nuestro esfuerzo para el amor o el odio, para la vida o la muerte. Otros tiempos

También me di cuenta de que semejante incorrecci­ón política hoy no resistiría las olas de haters de las buenas palabras y las buenas maneras. Esa Gestapo de corrección política que persigue a los artistas y los obliga a tomar partido, a ubicarse de un lado u otro, que los conmina a determinar con urgencia qué banderas auspician su quehacer y su mística.

Me entristeci­ó un poco, además, pensar que toda nuestra capacidad de censura permanece intacta. Que nos cuesta mucho reírnos, que a veces hasta yo me veo molesta con algo que es tan legítimo como reírse.

A veces, y por citar un ejemplo, soy tan estúpida que me enojo con algunos tuits de Lizy Tagliani porque parecen chistes que ni el peor de los transfóbic­os diría, y me ofendo y digo: ¡pero qué despropósi­to! Y esas cosas que se gritan como maldicione­s cuando no entendemos que la risa es una necesidad, que la risa también resuelve y cura como las lágrimas, que es necesario reír egoístamen­te mientras no se hiera a nadie.

Así de tonta soy a veces que no admito que la hermosa de Lizy se ría un poco de ella misma, que está yendo sobre sus heridas también, divirtiénd­ose así.

Pero es indispensa­ble ese tipo de humor, ese tipo de humor incómodo que nos entra por el oído como una canción de cuna, nos orienta, nos ofrece un espejo de lo que somos, de nuestras incoherenc­ias y aciertos.

Ese trío de putos irracional­es, desproporc­ionados, desbordado­s hasta las bombachas, ese trío que detenía a toda la técnica de ATC para verlos actuar, esas tres Marías: María Urdapillet­a, María Gasalla y María Tortonese, iluminaban en Mina Clavero mis noches de niño en conflicto con su identidad sexual.

Daban color a las heladas que caían como la muerte sobre el valle, me hacían pensar, preguntar, me descolocab­an y me daban mu- chísimo miedo con sus máscaras, sus dientes postizos, los maquillaje­s que se salían del surco y las pelucas encimadas. Me hacían pensar. Le ganaban, programa a programa, unos kilómetros a la frontera del aburrimien­to. Hoy pienso que Artaud los hubiera amado tanto como los amo yo.

Y había algo más curioso todavía: mi viejo, que era un homófobo recalcitra­nte en ese entonces, que decía con orgullo que si la vida lo castigara con un hijo puto, él lo mataría, ese mismo hombre que me ordenaba hasta la forma en que debía pararme y sacar el pecho para parecer más hombre, se quedaba como embobado frente a la pantalla de ATC, mirando a las más mariconas de la

televisión, las más mamarracha­s humoristas de nuestra nación. Cosa de mandinga, pero así era, un oxímoron en medio del valle y todo gracias a El Palacio de la Risa.

Aquellas catedrales del humor que ponían colorado hasta al espíritu más aventurero hicieron por mí más de lo que alguna vez pudieron soñar. Mientras se tiraban de las mechas y se revolcaban por el suelo, mientras se arrojaban a darse cachetazos a las tribunas donde el público se sentaba, un niño con no pocas ansias de cambiar y ser mil rostros y mil historias a la vez aprendía que el límite no era la corrección, sino la incorrecci­ón. Que no se es mejor persona por no decir algunas malas palabras de cuando en cuando y que limitando lo que decimos no limitamos nuestra maldad o nuestra bondad. Gracias a El Palacio de la

Risa por esas carcajadas que acuchillan la seriedad del mundo, que por tantas cosas horribles que pasan va perdiendo día a día un poco de su sentido del humor.

semejante incorrecci­ón políticaho­yno resistiría las olas de“haters” de las buenas palabras ylasbuenas maneras.

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Antonio Gasalla. El cómico fue la figura central de “El Palacio de la Risa”, a principios de la década de 1990.
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