Religión de lo cotidiano
No hay dioses cristianos ni paganos en la poesía de Carina Sedevich, pero sí hay una religión. Sin dogmas, sin preceptos, sostenida en actos cotidianos que las palabras transfiguran y cargan de un sentido personal y universal a la vez: “Sobre la mesa silenciosa/ con el corazón crecido, como el de un enfermo,/ y luminoso/ como el sol sobre el árbol rebanado/ me alegro de mí/ y de mis pocas cosas”.
Si bien es cierto que no se aprende a vivir y que la poesía no enseña nada salvo su propio deslumbramiento o su propia oscuridad, hay poetas a cuyos libros no resulta incómodo calificar de sapienciales. Lavar a la madre es uno de esos libros, y estos versos lo demuestran: “Primera mañana de diciembre./ Me detengo bajo un árbol y lo anoto:/ Buen trabajo. Los seres que he querido/ han podido alejarse de mí”.
Carina Sedevich no imparte lecciones, ni emite sentencias. No ejerce ninguna clase de violencia moral. Todo lo contrario. Lo que hace es no mentirse a sí misma acerca del mundo y las personas que la rodean. “Lavar a la madre/ con un jarro viejo/ una tarde de invierno/ sin hablar.// Mis hermanos/ son seres de piadoso corazón./ No soportan/ ese tipo de cosas”. Pero esa sinceridad no implica que no intente sus propias ficciones supremas. Invenciones que tienen un carácter de conjuro contra los excesos de la realidad y que como plegarias pueden ser dirigidas a una mesa, a una piedra o a una hija inexistente.
¿Son eficaces? ¿Quién sabe? En todo caso, como actos de fe, son análogas a ese niño de tres años ciego que “se frota los ojos/ para ver las estrellas”.