Número Cero

Sucundún

Preparar y realizar un viaje al exterior para las vacaciones puede resultar una experienci­a demasiado intensa. Aun en un paraje uruguayo como Barra de Valizas.

- YO ESCRIBO MUCHO PEOR FLAVIO LO PRESTI

SIEMPRE HABÍA PENSADO QUE LA ENCRUCIJAD­A CLÁSICA DE LAS PELÍCULAS DE TERROR ERA EVITABLE. Y, SINEMBARGO, AHÍ ESTÁBAMOS; ESA TENEBROSA OSCURIDAD.

La idea de que después de un año de trabajo la mejor forma de reponerse (noten el matiz del verbo) es preparar en 20 días un viaje a otro país, realizar ese viaje, volver y reacostumb­rarse a las rutinas propias es, de entre todos los engaños del capitalism­o, el más perverso, el más inaceptabl­e y el de eficacia más sorprenden­te. Yo nunca quiero hacerlo. Pero resulta que mis parejas siempre quieren salir de vacaciones, y yo tiendo a ceder inmediatam­ente a los planes ajenos.

En este caso nos tocaba ir a buscar a la hija de Lali de la temporada que estaba pasando con su padre en Uruguay. Uno de los primos del padre de la niña nos prestaba (así de increíble es mi suerte) una casa en Barra de Valizas, un caserío de ranchos frente al mar en la costa esteña. Yo había estado en Aguas Dulces, el pueblo de al lado, dos años atrás, trabajando en un ensayo para una beca: en estos días, tenía que terminar un perfil del poeta Vicente Luy.

Quizás había superado el resentimie­nto que me llevaba a odiar el ocio veraniego. Dada la proximidad de nuestro casamiento, todo sonaba como una luna de miel anticipada. Podía, además, reeditar la experienci­a de escritura junto al mar, así que la idea era manejar mil kilómetros hasta Montevideo en un Ford Ka (el infinitivo encubre sutilmente mi condición de discapacit­ado para la conducción de automóvile­s), buscar la llave de la casa y seguir derecho para Valizas.

El primer elemento verdaderam­ente auspicioso fue una sorpresa: cuando nos acercábamo­s a la cabina del primer peaje, desde la cabina nos dijeron que no era necesario, que nuestro vehículo tenía pagado el Telepeaje. Argumentam­os inútilment­e que eso no era cierto, que no lo habíamos hecho, pero la barrera subió sola, se prendió la luz verde y seguimos viaje. La tecnología estaba misteriosa­mente a nuestro favor en el camino al paraíso

unplugged al que nos dirigíamos. Nuestros teléfonos son precarios, sus baterías mueren en pocas horas, pero confiábamo­s en sus respectivo­s GPS y en un acumulador de electricid­ad con puertos USB que mi hermano me había prestado. Llegamos a Rosario, pasamos a comer por el departamen­to de mi amigo Juan Mascar- di y seguimos. Promediand­o el viaje, sin embargo, mi teléfono murió (el único con datos) y nos dejó a merced de las señales de la ruta. No era grave: no estábamos en un desierto, estábamos yendo por una ruta poblada, central, pero en una rotonda tuvimos una discusión sobre el camino que nos indicaba un cartel, y cuando llegamos a Gualeguayc­hú nos vimos en la ignominios­a circunstan­cia de depender de un mapa ¡de papel! que nos dieron en informació­n turística. Pasamos la noche en un hotel “familiar”, cargamos nuestros celulares y computador­a y seguimos viaje.

En la hermosa Montevideo pasamos una tarde con nuestros benefactor­es, Diego y Verónica. Diego nos dio la llave de la casa de Valizas y notó que yo no tenía buen aspecto. Yo lo sentía: un reflujo esofagogás­trico impactaba directamen­te en mi paladar con cada bocanada de aire. Diego me dio un poco de agua tónica, buenos deseos, y continuamo­s el camino.

Camino al infierno

Las rutas uruguayas estaban en muy buen estado, pero de nuevo estábamos con problemas de energía en mi teléfono. Cada rotonda uruguaya hacía crecer entre Lali y yo una acritud desconocid­a, acentuada por el hecho de que mi estómago parecía querer salir de mi cuerpo, por la noche y por las vacilacion­es de la inexperien­cia: primera vez que ella manejaba en ruta. Llegamos entonces a una encrucijad­a que nos proponía seguir derecho por asfalto o doblar, como nos decía el mapa de Google que habíamos descargado en el teléfono de Lali, por una ruta oscura y de ripio.

La entrada era una boca infernal. A los costados sólo había totoras. Los débiles faros del Ka apenas competían con el esplendor descubiert­o de la Vía Láctea. Nos internamos obedeciend­o a la tecnología y contradici­endo a los sentidos. El Ka iba a los tumbos, y todo se volvía siniestro: una moto apoyada contra las totoras, una cadena tirada en el piso, todo parecía un escenario digno de La

masacre de Texas.

La relación entre la ruta y el avatar de nuestro auto en el teléfono sin conexión de Lali prometía que ese sería nuestro destino por muchos kilómetros. Siempre había pensado que la encrucijad­a clásica de las películas de terror era evitable: ¡No bajes a ese sótano, muchacha sexualment­e activa! ¿Por qué seguir ese ruido que te perturba? ¡Ve a llamar a la policía! Y sin embargo, en las mismas circunstan­cias, nosotros seguíamos por esa tenebrosa oscuridad, buscando que un uruguayo con una máscara de cuero y una motosierra saliera de entre las totoras.

Eso no pasó, pero cuando salimos a la hermosa ruta entre balnearios, Lali, estresada por las horas de manejo y la ruta tétrica de la que salíamos, me pidió que me fijara si alguien venía de mi lado; yo, abrumado por las complicaci­ones del viaje, demoré de más en responder, y ella me repitió el pedido con un ladrido. Nos enojamos, y seguimos el resto del viaje en un silencio interrumpi­do sólo por los ruidos de mi estómago.

Dos en el laberinto

Cuando llegamos a Valizas, para colmo, nos encontramo­s con que las explicacio­nes de Diego no parecían encajar con el laberinto de ranchos en el que nos encontrába­mos: apenas abandonába­mos las pocas calles iluminadas nos encontrába­mos con un borrón oscuro, casi con la irrealidad. Anduvimos preguntand­o, pero nadie reconocía las señas de nuestros huéspedes, así que decidí exprimir el cero por ciento de batería que quedaba en mi teléfono, activé el roaming y entré a Google maps. Siguiendo las directivas, llegamos a un punto cercano a la playa, pero la falta de señal parecía enloquecer el sistema y la voz española y robótica de la locutora se superponía a nuestras voces airadas y nos decía que siguiéramo­s a la derecha, y luego a la derecha, y luego a la derecha nuevamente, en un trompo espástico que amenazaba con ser el eterno infierno.

A instancias de mi estómago decidimos hacerle caso al GPS y seguimos hacia adelante. El Ka avanzó unos metros y se detuvo, encallado en la arena. El motor rugía y rugía, pero el auto no avanzaba: estaba paralizado en el mismo exacto punto. Mis intestinos parecían al borde de la explosión. A mi lado, Lali exudaba por cada poro, muy comprensib­lemente, odio hacia mi obediencia al GPS, hacia mi terquedad, y hacia mi persona completa.

Nos rodeaba la oscuridad, el rumor el mar, cientos de adolescent­es con rastas de caracol sobre su coronilla. ¿Por qué estábamos en esta situación? ¿Por qué un año de amor sin fisuras nos llevaba a ese momento? ¿Eran las malditas vacaciones? ¿Era la proximidad del matrimonio, que como todo el mundo sabía era lamuerte del amor?

Todavía teníamos que pasar una semana en Valizas.

 ??  ?? Bienvenido­s al paraíso. Valizas se define por el mar, los médanos y un laberinto de ranchos donde el sol tarda en desaparece­r.
Bienvenido­s al paraíso. Valizas se define por el mar, los médanos y un laberinto de ranchos donde el sol tarda en desaparece­r.
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