Número Cero

Pelopincho Relato

En el calor estival de una ciudad chica, dos adolescent­es se conocen, mientras la muerte y los prejuicios siguen su lento curso.

- Pablo Giordano Especial para Número Cero

El calor del pavimento ablanda las gomas de los autos en el badén de la plaza. El tufo es más insoportab­le a la sombra. Ayer cumplí 16 años y nunca había visto a un muerto de más de 200 kilos, ni a ningún otro, hasta que cargaron a Ribotta en la camioneta. A pesar de transpirar como loco, el Tuerto Foco pidió un café. Cosas de viejos de bar. La Ford bamboleant­e por el peso del fiambre dobla por Rivadavia. No me imagino cómo descargará­n al Gordo en la funeraria. El Tuerto deja el pocillo en el plato y retoma la conversaci­ón.

–Las chicas te dan pavor porque esperás demasiado de la vida –dice–. El Gordo jamás esperó nada.

A Ribotta lo encontraro­n inflado en la casa del centro, los vecinos avisaron de la cantidad de moscas en la rendija de la ventana y del olor. El Gordo era una tonelada de células bajo respiració­n anaeróbica, ácido láctico, proteínas musculares, gel, rigor mortis, zumbidos llenos de huevos, nitrógeno, todo eso que aprendimos en la charla del forense en el Instituto. No le dejó mucho más a los ratones.

El Tuerto asegura que Ribotta se mudó a la casa de la viuda Genaro –la pastelera de manos cremosas– apenas llegó al pueblo, y no a la del centro donde murió. Las historias que cuentan del Gordo son de cuando dejó San Genaro en la Chevrolet del hermano. Vivió en la estación de servicio abandonada al lado de la ruta de Colonia Marina. Tenía un televisor y el pollito de la hija nomás, hasta que el comisario ese le ofreció un trabajo y Ribotta juntó la plata para volver a buscar a su hija y venir acá.

La pastelera me dio clases particular­es de matemática­s este verano. Ahí conocí a Gina, la hija del Gordo. Tiene mi edad, el pelo corto, y anda siempre en musculosa. Los dientes de los costados, creo que son los colmillos, se le ven un poco torcidos. Si se ríe parece más linda. La primera tarde la pastelera la mandó a Gina a servirme jugo de naranja, porque la calor no tiene goyete, dijo. Agarró una revista Atalaya de la pila y se abanicó. Gina me clavó los ojos. Una chica me había mirado así en el colegio y era porque gustaba de mí. Me dio vergüenza. Agarré una Atalaya y me puse a ver los dibujos fantasioso­s.

Nunca le pregunté a Gina si era cierto lo que contaban del padre. Por ejemplo, la historia del pollito, que tiene varias versiones. La mejor es que Ribotta lo encerró en la jaula sin piso una tarde de lluvia, la jaula se hundió en el barro y al otro día hizo 40 grados, la tierra se secó y la jaula quedó incrustada.

El pichón quedó preso, el Gordo le tiraba las migas de las sobras para que no se muriera de hambre. Creció tanto el pollo que un día se levantó con jaula y todo y se puso a andar por ahí.

Una noche pasé en moto al frente de Pizza Speed y vi en una mesa a Gina Ribotta con la pastelera y su papá. El Gordo me llamó con el brazo levantado y estacioné. Gina estaba maquillada y con ropa de salir, como una mujer grande.

–Andá a llevar a la nena a dar vueltas –me repitió el Gordo.

Una sola vez había hablado con él, fue en una peña donde todo sonaba horrible y las empanadas quemaban. El Gordo me vio en la cola para sacar un ticket y estiró el vaso de vino. Lo agarré y le metí un trago. –Es la sangre de Cristo –se rió. Eso no es de su religión, pensé. Me contó que quiso ser astronauta. Nombró naves, propulsore­s, cosmonauta­s rusos, cabinas de transborda­dores, el alimento en gravedad cero y al último tiró la frase:

–El universo es parecido al silencio de una mujer dormida.

Gina acomodó el vestido en la moto como si fuera a manejar. Pensé que las Testigo de Jehová no podían usar vestidos con escotes, ni maquillars­e, ni que los padres las dejaran hacer esas cosas. Iba atrás de la Zanella 50 agarrada de mi cintura, ni que fuéramos en una Honda 1500 a 200 por hora. En la plaza escuchamos gritos. Presté atención la segunda vez que pasamos, le chiflaban a Gina, le gritaban puta. Cerca de la plazoleta del barrio, atrás de El Chañar, paré porque sentí la nuca húmeda; Gina tenía los ojos como escopetazo de barro. No sé por qué lloraba.

Nos sentamos en el subibaja. No hablamos. Después nos fuimos a un banco y me abrazó, le acaricié el pelo y le apoyé la cabeza en la suya. Tenía olor a champú de manzana verde. Dijo que no conocía a los de la plaza y no me iba a explicar por qué lloró. Me miró, cada vez más cerca, y nos besamos, fuerte. En un momento chocamos los dientes. Fue la primera vez que besé con los labios de la chica mojados y la lengua adentro.

Anduvimos así dos semanas. Íbamos al corralón a tirarnos en la arena, a besarnos y tomar cerveza.

Contó un montón de cosas, pero nada del padre. Tampoco habló de la pastelera, sí de los chicos del secundario que la molestan en el baño. Una noche fuimos al chaparral y por fin le toqué las tetas. Después le metí la mano abajo del pantalón, pero me la sacó, y dijo que volviéramo­s, que era tarde. En mi casa, pensé si las Testigos de Jehová pueden usar pantalones, y creo que no.

Lo que el Tuerto quiere decir es que no hay que esperar que las cosas salgan como uno quiere. No hay que enamorarse, algo así. Pero con Gina fuimos refelices. Hace un mes y algo, a la siesta, estaba sola y me invitó a la Pelopincho. Tenía bikini azul y se acomodaba las tetas a cada rato. No llegamos a la pileta, nos besamos y nos tocamos ahí en la cocina. La empujé contra la heladera, le saqué la bikini, me bajó la bermuda muy lento con calzoncill­os y todo. Lo hicimos apoyados contra la mesada. Fue aparatoso como esas máquinas que vuelven a llenar los sifones de soda. Nunca había visto a una mina desnuda, y de a ratos aparecía en el campo visual – como dice el Tuerto– la pila de revistas en la mesa. Miré a ver si ella sangraba, pero no. Al rato acabé, en el piso. Quedamos muy transpirad­os pero sin olor. Gina corrió al baño dando saltitos y trajo la toalla que pasó por el piso: –¡Qué chanchos! –se rió. Fuimos al patio, nos sentamos en las reposeras y metimos los pies en la pelopincho. Las olitas brillantes chocaban la lona. Un cascarudo intentó trepar por el borde. Al rato, Gina se metió en la casa y trajo media sandía, la comimos como chanchos que éramos, según ella.

Después me abrazó y me rascó la cabeza como si supiera que eso me duerme. Al rato desperté y nos metimos desnudos en la pileta. Le dije meona porque cuando salía chorreaba un hilo de agua entre las piernas. Se enculaba, escupía chorros asquerosos y me persiguió un rato hasta que volvimos a darnos besos. Cogimos sentados en un esquinero. La pelopincho temblaba fuerte pero lo hice mucho mejor que antes, por eso se puso más loca y yo más, y ella mucho más y así hasta que terminamos y nos caímos al agua y después hicimos la peinadita.

–Uno quiere quedarse en esos momentos –el Tuerto mira el semáforo de la esquina–, pero nadie puede; queremos más, esperamos más de la vida, y no hay más, nunca hay más cuando queremos.

El diario muestra la carota sonriente del Gordo en una foto vieja. Es para que los lectores sepan quién murió ayer y a quién sacaron hoy de la casa del centro, porque en la foto de ayer está la montaña de carne sin forma y a muchos el nombre no les suena, aunque todos saben lo enorme que era. En ningún lado del diario dice lo de visitar planetas, ni del sonido del universo.

A Gina las pestañas mojadas le quedan genial. Ojalá me invite otra siesta como esa, aunque el Tuerto diga que me olvide. ¡Cómo me voy a olvidar! ¡Está loco! Gina me contó de un solo novio, de 23, y que le gusta mucho Carlos Paz. El sol quemaba la pared del fondo y los caños de las reposeras ya estaban calientes. No le conté mis cosas, nomás hablé de los temas que sacaba ella. Nos vestimos, ahí le pregunté si quería ser mi novia y la boca se le transformó. No dijo nada, no iba a hablar más, y dio vuelta la cara. Nos sentamos. Escuché el lavarropas un rato largo, como un tic tac, o mejor el plac plot del rebote de las zapatillas adentro.

–Mi mamá está por venir –dijo después.

Le pregunté si nos íbamos a volver a ver, y miró el cielo. Dijo que capaz que no. Una abeja paró en el césped. Una nube cambió de forma más o menos rápido y se parecía a una bicicleta. Entonces me levanté, crucé el patio y antes de pisar las losetas la miré, seguía de espaldas limándose las uñas. Mis ojotas flotaban en la pelopincho muy despacio como dos canoas vacías en un lago. Volví a mi casa pisando en las sombras.

–Un amor de verano, pibe, tomalo así –dice el Tuerto.

Ahora llovizna, aunque el sol está bien grande arriba del bar. En una semana, empiezan las clases, pero no voy a ir. El auto del cura quedó en el badén y la señora de la pescadería ayuda a empujar. La monja se arremanga la sotana y también empuja. El Tuerto pide otro café y dice que el Gordo no tuvo miedo porque no esperó nada de la vida. No como yo. O a lo mejor tuvo esa sola cobardía –dice mirando la calle que se evapora–; parece que el comisario encontró al pollo con jaula en la ruta, lo levantó y se lo llevó a Ribotta. Le prometió mucha guita por levantar los pisos, el césped del patio y armar un nuevo sistema de cañerías en la casa de la exmujer del comisario...

Salgo del bar, pienso en esa historia. En la casa del centro, veo el enorme agujero que hicieron en la pared para sacar a Ribotta. Extraño a Gina. Debe andar muy mal, me da miedo verla.

Le preguntarí­a si su papá fue un valiente y por qué. Nadie lo explicó nunca.

También le preguntarí­a si, como me acaba de contar el Tuerto, el Gordo le agradeció el trabajo al comisario y prometió empezar los trabajos al otro día a cambio de un favor: que sacara a ese pollo de la jaula, aunque sea muerto.

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(HIVEMINER.COM)
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