Viajar para escribir Viajando
Comencé a escribir historias para poder viajar. Puedo escribir del viaje de una barra brava, dije, y a los pocos días hice 5 mil kilómetros arriba de un autobús repleto de hinchas. Podría contar la gira de una banda de rock, dije, y a las semanas recorrí más de seis ciudades en pocos meses. Cuando se quiere viajar, pero no se tiene un peso, proponer historias a cambio de pasajes es una solución. Con el tiempo, el ejercicio fue inverso: comencé a viajar para escribir. Me gasté mis ahorros, 3 mil dólares, en un viaje a un pueblo de España por una historia que tardé más de un año en vender. De ahí siguieron más vuelos y vino el periodismo portátil, que consiste en sobrevivir escribiendo historias por el mundo. Los destinos cada vez importaban menos, frente a lo que había por relatar. Pronto llegaron los costos de ser un viajero profesional. Viví tres años en un hotel de Buenos Aires (donde escribí “Hotel España”), una no-casa que servía de base para seguir viajando. Fui perdiendo todas las raíces, salvo las de algunos dientes. La crónica de viajes tiene una larga trayectoria en Europa y Estados Unidos, pero casi nula en Latinoamérica. El espacio del género parece reducido a los diarios, donde abundan suplementos de turismo convertidos en folletos de resorts y cruceros. Todo incluido. El problema es cuando se pone el viaje como centro. No importa la ciudad, sino lo que está pasando en ella. Viajar nunca ha sido el centro de ninguna historia. Ni siquiera la de alguien que quiere dejar todo por recorrer el mundo contando lo que ve. Esa travesía personal siempre será más interesante que saber en qué aeropuertos hizo escalas esa persona para cumplir su sueño.
recordar su infancia. Por otro lado, la literatura de viajes es un género muy rico, porque está atravesado por casi todas las disciplinas. Por ejemplo, por la historia, ya que los primeros historiadores fueron viajeros, porque era la única manera de enterarse de las noticias; por la etnología, si bien no como disciplina, sí como la mirada que intenta construir y entender al otro; la literatura, por supuesto; por el egotismo de la autobiografía; por la ciencia, siendo que uno de los poderosos motivos del viaje han sido los descubrimientos científicos; por la política, porque el viaje en muchos casos ha sido un proceso violento, o no, de conquista, invasión y de expansión colonial.
La utilidad del género
María Sonia Cristoff es autora de Falsa calma (Seix Barral), un libro en el que el hilo conductor es un recorrido por pueblos fantasma de la Patagonia y en el que se entrecruzan varios géneros literarios, uno de los cuales es el relato de viaje. Ella se define como una “adicta” a los viajes y explica que “viajar me resulta un incordio”. Lo que sí disfruta, afirma, es estar en otro lado, lejos de su cotidianidad: “No viajo por lo que voy a descubrir, conocer o aprender en otro lado; viajo para estar en otro lado. Mi adicción a los viajes tiene más que ver con el ‘horreur du domicile’ [horror al domicilio] del que hablaba Baudelaire que por la fascinación por lo que otros lugares puedan depararme”.
Ella es quien teje un concepto interesante en cuanto a la “utilidad” del género que, de alguna manera, atraviesa y explica su evolución como tal: “Ya sabemos que literatura y utilidad no se llevan bien, afortunadamente −dice−. Aun así, es cierto que lo que se llama ‘literatura de viajes’ tuvo funciones específicas en determinados momentos de su larga historia”. En un comienzo, cuando no existía un caudal de información tan profuso como luego habría con los avances en la tecnología de la comunicación, la literatura de viajes tenía mucho de viaje exótico y poco de literatura. Adquiría la forma de informes para quien lo encargaba, generalmente coronas o instituciones científicas, y se consignaba información útil como distancias, puntos estratégicos de descanso o cuánto costaban las cosas. Sin embargo, el valor estético de los textos de viajes ya se comienza a apreciar en Europa en los siglos XVIII y XIX, cuando según Cristoff, “se ve que en muchos de esos relatos, que tenían una función extraliteraria, había un potencial narrativo capaz de entretener y de aportar conocimientos sobre mundos extraños e inaccesibles”. Muchos viajeros, atentos a ese público lector y al incipiente mercado editorial, empezaron a producir dos relatos: uno con la información fáctica que iba al “poder encargador del texto”, y un texto alternativo en el que se apelaba a los recursos del relato de aventuras para captar a los lectores inmóviles.
En aquellos momentos, la función informativa del relato de viaje estaba justificada porque había curiosidad por esos “otros mundos”. Hoy, “esa función es totalmente irrelevante y por eso creo que el relato de viaje en su forma clásica ha caducado”, sentencia Cristoff y explica que no es un pensamiento