Rumbos

En la Quebrada

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Cada vez que andaba cerca de la Quebrada de Humahuaca me hacía una escapada para visitar a los amigos de Maimará, en especial al genial escritor Jorge Calvetti, quien tenía en ese pueblito una confortabl­e casa con vistas a la Paleta del Pintor, una de las tantas maravillas naturales de esa región.

Recuerdo que aquella vez tenía que hacer unos trámites en San Salvador de Jujuy y se me hizo un poco tarde pero, como era viernes, me largué igual para la Quebrada como a las cinco de la tarde, con la seguridad de que algún amigo me iba a convidar con un techo y una cama donde dormir, además de comida y bebida, por supuesto. Hacía mucho que no iba por la zona y estaba ansioso por verlos. Ya se estaba poniendo oscuro cuando, a la altura de Tumbaya, me crucé en el camino con el Rengo Soria. Ambos nos reconocimo­s de inmediato, bajamos de nuestros caballos y nos confundimo­s en un abrazo.

Lo noté muy avejentado, un poco pálido y más flaco, pero tan divertido como siempre. Intercambi­amos algunas noticias y me prometió que nos juntaríamo­s al otro día, ya que esa noche no podía porque tenía el cumpleaños de una ahijada que vivía en Volcán, que para ese lado iba. Todo parecía

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bien hasta el momento en que me preguntó por el Chato Fontanelli. Dos o tres años antes de ese momento la pregunta hubiera sido normal, pero resulta que el Chato ya había fallecido y yo hubiera apostado hasta mi caballo a que el Rengo estuvo en el velorio, incluso recordaba algunos cuentos con los que amenizó esa larga noche en Alto Comedero, en la misma casa del finado, donde la viuda improvisó la despedida.

He tenido varios conocidos a los que afectó el Alzheimer, y algunos empezaron con ese tipo de olvidos, por lo que preferí no perturbar a Soria y le mentí que hacía mucho que no veía al Chato y, de paso, me despedí para seguir viaje, ya que me faltaba mucho para Maimará.

Al llegar, aunque tarde para dar ese tipo de sorpresas, los amigos de ese rincón de la Quebrada me recibieron con los brazos abiertos y los ojos brillosos de la emoción, como siempre. Enseguida organizaro­n una especie de picada con lo que trajeron de dos o tres casas, todo acompañado por una generosa cantidad de vino. Nos pusimos al día en una velada muy amena. Y la noche se fue alargando junto con los vasos de tinto. Hasta que se me ocurrió comentarle­s que me había cruzado en el camino con el Rengo Soria.

Hay cosas de las que uno se da cuenta enseguida cuando conoce a los amigos desde hace años. Y yo comprendí de inmediato que algo cambió entre ellos en el mismo instante en que mencioné a ese conocido.

–¿Qué les pasa muchachos? ¿Están tristes porque ya saben que el Rengo tiene Alzheimer, demencia senil o algo parecido? –les pregunté.

Todos me miraron con ojos grandes como el dos de oro, pero nadie me contestó. –¿Qué pasa? –insistí. Tuve que esperar un eterno minuto más hasta que Calvetti me puso la mano en el hombro y se animó a decir:

–Tránsito, querido, el Rengo Soria murió hace dos meses.

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