Madres, mitos y leyendas
“Las diosas abundaban en la América indígena. Existían Madres del Agua, Tierra, de la Caza y hasta de las Arañas.”
Una de las más gratas imágenes de la niñez es la mesa, el pan y la madre; dadora de cuidados, de ternura, alimento y sostén, está relacionada con dar la vida, preservarla y restaurar la naturaleza que ha sido dañada.
Las diosas femeninas abundaban en la América indígena y eran, justamente, llamadas “señoras” o “madres”; hay Madres del Agua y de la Tierra, de los Pájaros y de la Caza, de la Yerba Mate y del Maíz. Hasta existe una Madre de las Arañas.
Pero madre era también la Terra-Mater de la que habla Mircea Eliade en Lo sagrado y lo profano, tan sagrada en su representación –el suelo–, que en 1890, Smohalla, jefe de las tribus wanapum, se negó a trabajar la tierra porque consideraba un pecado gravísimo herirla o desgarrarla. “¿Voy a tomar un cuchillo y a hundírselo en el seno a mi madre? En tal caso, cuando esté muerto, no me recogerá ella en su seno. ¿Me pedís que cave y arranque piedras? ¿Voy a mutilar sus carnes para llegar hasta sus huesos? En tal caso, yo no podría entrar en su cuerpo para nacer de nuevo. ¿Me pedís que corte la hierba y el heno y lo venda para enriquecerme como los blancos? Pero
rumbos
¿cómo me atrevería yo a cortar la cabellera de mi madre?” Aquellas palabras revelan la imagen primordial de la Tierra-Madre, la que da vida a todo lo que se mueve sobre ella, la que brinda la madera que asará la comida y protegerá a la tribu del frío.
En las regiones árticas Sedna, una antigua divinidad esquimal que vivía en las profundidades del mar helado, enviaba sus rebaños de animales a la superficie para que los hombres pudieran alimentarse, pues no había otra fuente de comida en la vastedad.
Estas representaciones maternales también restauran y regeneran lo que muere, como la Huesera, personaje de muchas caras, a veces vieja, a veces joven, a veces loba, a veces agua, a veces luz, pero siempre cargada con la inmensa responsabilidad de renovar lo que muere sobre la tierra. Reinó sobre las tribus del sudoeste nor- teamericano bajo muchos nombres: la Trapera, la Recolectora de huesos, la Loba, la Mujer que vive en el confín de los tiempos, el Río debajo del río, la Mujer Grande, la Luz del Abismo. Vivía juntando huesos y guardándolos en una bolsa que nunca se llenaba. Buscaba toda clase de restos: pieles y huesos de animales y de humanos, escamas de víboras o patas de ranas, alas de mariposas, garras, uñas y dientes de carnívoros, cuernos y pezuñas de herbívoros, armazones de quirquinchos y pinzas de alacranes. Después de un tiempo, cuando se cansaba, los llevaba hasta una cueva secreta, donde se guarecía. Y un buen día, como una madre preocupada por sus responsabilidades, se sentaba en el suelo, los separaba por especie, les cantaba, soplaba sobre ellos y los revivía.
Gracias a aquel rito de resurrección, esta entidad maternal renovaba constantemente la vida sobre la tierra. Su naturaleza tenía un filo salvaje: amaba a los lobos. Si uno de ellos moría, ella, como Madre Loba, buscaba el esqueleto, se paraba frente a él, alzaba los brazos y comenzaba a danzar y canturrear. Y a medida que su voz se hacía más clara, los huesos comenzaban a llenarse de músculos y la piel los recubría. Si elevaba aún más el tono de voz, el animal comenzaba a respirar y cuando la intensidad de su canto estremecía los montes y hacía vibrar el agua de los arroyos y ríos, el lobo parpadeaba, se estiraba, pegaba un salto y desaparecía cañón adentro.
El mito se volvía metáfora y la serpiente de la Muerte y de la Vida cerraba el círculo y se iniciaba un nuevo ciclo en la naturaleza.