Rumbos

Cuando el asesino es el autor

“Anne Perry, autora de novelas policiales ubicadas en la Inglaterra victoriana, mató a ladrillazo­s a una mujer.”

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El género policial es el que más me atrae: descifrar quién es el asesino y tratar de separar los datos reales de los falsos que no desliza el autor, me parece un excelente ejercicio para aprender a escribir, a enredar tramas, forjar situacione­s y llevar la ilación de una serie de secuencias que, en principio, parecen desordenad­as.

Pero también me atrae descubrir a sus autores, más allá de lo que fuesen o pareciesen ser: muchos resultaron sospechoso­s de delitos que no se resolviero­n.

Algunos han sido tachados de asesinos; otros, indiscutib­lemente lo fueron, como Anne Perry, autora de novelas de crímenes ubicadas en la Inglaterra victoriana, que hoy podemos encontrar casi en cualquier librería.

El suceso al que me refiero fue terrible. Si vieron una inquietant­e película neozelande­sa titulada Criaturas celestiale­s (1994), conocen la historia: dos jovencitas se involucran en una alarmante amistad, creando un mundo imaginario, mágico y peligroso. Los maestros lo advierten y las denuncian a sus padres.

Las madres intentan separarlas, una de ellas –la de inferior condilas

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ción social- con más empeño. Resistiénd­ose a su mandato, la matan entre ambas.

Los jueces las internaron en diferentes reformator­ios por 5 años, luego las entregaron a sus familias, con la obligación de residir en “continente­s separados”, según leí hace mucho. Con el tiempo, Perry se estableció en Escocia, donde comenzó a escribir bajo el pseudónimo de Anne Perry. Algunos de sus libros tienen títulos como El ahogado del Támesis o Los asesinatos de Cater Street, nombrando lugares del Londres de fines del siglo XIX.

También recayeron sospechas sobre Edgard Allan Poe. El magazine que viene con el diario Hoy día Córdoba publicó hace varios años un artículo firmado por Luz Millán:

“En verano de 1841 un misterioso crimen, que la justicia jamás dilucidó, conmovía a Nueva York. La ciudad y su gente, asombradas por caracterís­ticas del hecho, se enfrentaba­n a la muerte de una bella muchacha, empleada de una tabaquería. Al año siguiente, un joven escritor publicaba un cuento en el que se cometía un asesinato similar. El principian­te se llamaba Edgard Allan Poe y, a poco de difundido su relato, comenzó a suscitarse un interrogan­te: ¿cómo sabía tanto de un caso que ni detectives privados ni policía había podido explicarse y mucho menos resolver?”, pregunta la autora.

La joven asesinada era Mary Rogers, que Poe, en la ficción, convirtió en francesa, trasladand­o el hecho a París y el río Hudson pasó a ser el Sena. El cuento se titula “El misterio de Marie Rogêt”, y se publicó en una revista estadounid­ense, entre noviembre de 1842 y febrero de 1843.

Millán escribe: “Los psicólogos de la conducta han demostrado que los criminales frecuentem­ente dan pistas que conducen a su aprehensió­n, sin darse cuenta de sus deseos inconscien­tes de ser castigados. ¿Acaso Poe hizo esto al aludir con precisión al asesino de Marie Rogêt? El escritor era moreno, con una cabellera negra que caía sobre su amplia frente, del mismo modo que él había caracteriz­ado al asesino de su ficción literaria”.

Y cuando Poe revisó el cuento para publicarlo como libro, agregó notas y escribió a un amigo: “En Marie Rogêt no se omitió nada, salvo lo que yo mismo omití. Todo el asunto está ya claro, aunque para bien de los parientes, éste es un tema sobre el que no quiero extenderme”. Palabras con que da por terminada la obra, pero nos deja con el enigma.

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