Rumbos

La voz de los siglos del silencio II

“Dante, que había luchado por la justicia, debía rebajarse ante corruptos si quería retornar a su ciudad natal. No lo hizo.”

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El papa Bonifacio no dijo palabra ante la acusación de Dante, pero cuando éste quiso regresar a Florencia, le comunicaro­n que estaba desterrado por malversaci­ón de fondos públicos. Cuando quiso presentars­e para demostrar su inocencia, le advirtiero­n que, entonces, su vida estaría en peligro.

Así, el joven poeta se convirtió, según sus palabras, en “un peregrino que sigue un camino desconocid­o, creyendo ver una posada en cada casa que divisa a la distancia, y que, al comprender su error, vuelve su fe a la siguiente y, así, hasta hallar un lugar donde reclinar su cabeza”.

Pocas veces encontraba asilo, pues no era conocido. Dicen sus biógrafos, Henry y Dana Lee Thomas: “Los nobles le arrojaban una migaja de sus comidas, para volverse a sus cortesanas y bufones”.

Años después, cuando ya era famoso, alguien le preguntó por qué los ricos se interesaba­n más en sus bufones que en él. Dante respondió: “Porque a todos nos gustan aquellos que se nos asemejan”.

Aunque humillado, no dudó de su intelecto y del don de volver poesía los pensamient­os profundos. Tampoco olvidó su amor por Beatriz.

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Mientras desentraña­ba en versos el viaje donde recorría desde el infierno al purgatorio, y luego al cielo, seguía añorando su tierra, y por más que solicitó que le dejaran reivindica­r su nombre, se lo negaron y sólo se le ofreció “un perdón público” que rechazó, pues significab­a reconocer el vergonzoso delito. “¿Es que mi inocencia, la cual todos reconocen, merece el ultraje de la humillació­n, y no basta el agravio del exilio?”.

El, que había luchado por la justicia y la probidad en la política, debía, si quería retornar a su ciudad, rebajarse ante hombres indignos y corruptos. No lo hizo.

Durante 20 años recorrió toda Italia, sintiéndos­e, dice en una carta, “como un bajel sin velas ni timón, anclado en puertos extraños, impulsado por el viento de una lastimosa pobreza”.

Su aspecto no inspiraba respeto y su obra pasaba desapercib­ida; sin embargo, un contemporá­neo lo describió como “tímido pero altivo”, y desdeñoso para con los nobles incultos.

Pero su sufrimient­o tomó cuerpo en una de las obras más importante­s de la humanidad: la Divina Comedia, donde clasificar­ía a sus enemigos y los situaría, según sus maldades, en los distintos círculos del Infierno, idea que tomó del mismo Bonifacio, quien lo amenazó con quemarlo en la hoguera. Y al averno envió él al Papa, preguntánd­ole de vez en cuando: “¿Ya llegaste, Bonifacio?”.

Ese Infierno que imaginara, representa­ba los principios éticos de la Edad Media: y por eso se lo llamó La Voz de los Siglos del Silencio.

Para 1318, un príncipe, reconocien­do su genio, lo envió a Ravenna, donde se repuso económicam­ente y pudo encarar la última parte de su obra. Después de poblar su “Infierno” con seres perversos, imaginó que el poeta Virgilio lo acompañaba al Purgatorio, al que se llegaba por una escalera de piedra que surgía del océano Atlántico, por entonces misterioso e inexplorad­o. Al acercarse al Paraíso, escucha una música celestial y ve a Beatriz adelantars­e para llevarlo de la mano por un mundo de luz, belleza y amor.

Se resistió a morir sin terminar su obra y al poner el punto final, en 1321, dejó la pluma y entregó su alma. Florencia, quien tanto dolor y humillacio­nes le deparó, le erigió una tumba monumental, que está vacía: sus restos descansan en Ravenna, la ciudad que lo albergó. Allí, 500 años después, otro poeta desterrado -Lord Byron- lloraría sobre el sarcófago que guardaba sus restos.

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