Rumbos

La que regresa a medianoche

“Al entrar al camposanto, ambos pudieron ver de lejos la campera de cuero que colgaba de la cruz de la tumba.”

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En las ciudades suele aflorar un sedimento mágico que nace de su historia y de sus sucedidos: hoy lo llamamos “leyendas urbanas”. Menos poéticas que las rurales, son más terribles: se desprenden, en general, de hechos luctuosos o de crímenes impunes. Porque una de las diferencia­s entre estos dos tipos de leyendas, es que en las rurales el asesino, el perverso, el cruel, siempre es castigado. En las urbanas, el fantasma, el monstruo, no sólo es intocable: siempre regresa para seguir asustando… o asombrando.

Lo extraño de ellas es que, según una investigac­ión, todas las ciudades de Occidente, aunque pertenezca­n a pueblos de distintos idiomas, costumbre y nacionalid­ades, éstas se repiten con leves diferencia­s.

La que hoy les cuento la he escuchado en Córdoba, en Corrientes y leí otra situada en una ciudad de Canadá. Esta sucedió en América Central, en el municipio de San Nicolás (Santa Bárbara), en la república de Honduras.

Dicen que allí vivía, con su familia, una joven muy linda, llamada Aurora Caballero. Era de piel muy blanca, tenía una hermosa cabelleTod­o

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ra rubia y su carácter era amigable. Al terminar el primario, sus padres le permitiero­n continuar los estudios en otra ciudad, donde conoció a un joven del que se enamoró.

En una de sus visitas, dijo a sus padres que estaba de novia, y que el muchacho quería compromete­rse cuanto antes.

Según la iban interrogan­do, confesó que su novio era un “moreno” y que lo amaba apasionada­mente. Su madre lo aceptó, pero su padre, que era de piel muy clara, se enfureció y le prohibió la relación: no entraría un mulato a su familia. Aurorita defendió su amor, pero el padre le prohibió seguir estudiando, para que no volvieran a verse.

La joven lloró y lloró, pero todo fue inútil, por lo que tomó una trágica decisión: fue al escritorio de él, tomó un revólver que guardaba en un cofre, se encerró en su dormitorio y, frente al espejo, apuntó el arma sobre su corazón y disparó.

el barrio lloró su muerte, y su padre quedó desconsola­do, maldiciénd­ose por haberse opuesto a los amores de su hija.

Tiempo después, un viajero que entraba al pueblo divisó una joven que le hacía señas para que la llevara. Detuvo el coche y ella le pidió que la dejara en San Nicolás, pues tenía que regresar a su casa antes de medianoche.

Viéndola preocupada, el conductor la dejó subir y, al notar que temblaba, se quitó la campera de cuero y se la ofreció. La joven le agradeció y no volvió a pronunciar palabra hasta que se detuvieron frente a un portón. Al descender, le dijo que pasara a la mañana siguiente, pues su padre le pagaría el viaje y le devolvería el abrigo.

Así hizo el hombre, más que por el dinero, porque le preocupaba aquella muchachita, y en cuando el dueño de casa le abrió la puerta, le dijo que él era quien había traído la noche anterior a su hija, y que pasaba a recoger la campera que le había prestado.

–Segurament­e lo han engañado –respondió el hombre– pues ayer no hemos tenido visitas.

Sin embargo, a través de la puerta abierta, el conductor vio una foto y exclamó: –¡Pero si ahí tiene su retrato! El padre de Aurora se consternó, y le dijo que sí, que aquella era su hija, pero que estaba muerta. Como el hombre no le creía, se puso el saco y le dijo que fueran hasta el cementerio: le mostraría dónde descansaba­n sus restos.

Al entrar al camposanto, no fue necesario señalar la tumba de su hija, pues desde lejos pudieron ver la campera de cuero que colgaba de la cruz.

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