Rumbos

La serenidad del desayuno

“Me gusta oír, mientras cebo mate, el grito del peregrino al salir de cacería, y el escándalo de las loras cuando lo oyen.”

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Hay dos comidas al día que disfruto: el desayuno y la cena. Al almuerzo no le doy importanci­a: me levanto tarde, así que suelo comer una banana –que me aporta el potasio que necesito–, un jugo de naranja, y después algo liviano que quedó del día anterior.

Pero el desayuno, para mí, es muy importante: de que consiga hacerlo sin sobresalto­s ni interrupci­ones –llamadas telefónica­s, el timbre– dependerá el “tono” de mi día. No soy de los que toman unos mates de pie, o un café al lado de la computador­a. Me gusta cubrir la mesa de la cocina con mantelitos especiales –uno lindo que me trajo una amiga de Italia, otro que me trajeron de Nueva Zelanda. Ambos son rústicos; el primero en tonos celestes y verdes, con detalles de rojo y, sobre el mapa, los distintos productos regionales: el aceite de oliva, el aceto balsámico, alguna vieja máquina. El de las islas maoríes representa su fauna y su flora en vívidos colores sobre un fondo amarronado.

Me recuerdan mares lejanos, culturas distintas; además, amo las telas de algodón, tan nobles y lindas al tacto. Sobre cualquiera de ellos, coloco la yerbera y el mate –

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grande y de boca ancha-, el frasco de yuyos recolectad­os en Cabana, el tarro de miel –en vez de azúcar–, un pancito “cordero” hecho en mi barrio, o unas medialunas saladas que prepara mi prima Negrita.

Y mientras la pava se calienta, recorro el patio, veo si los geranios y las achiras trasplanta­das han prendido, o si langostas y orugas han devorado algún plantín recién pasado a la maceta.

Suelo dejar un recipiente con agua bajo una planta de laurel, y otro, en el alféizar de la ventana que mira hacia la torre de la casona, con comida para los gatos. También les gusta a los “quintové”.

Una vez entró una urraca en el comedor; era tan pequeña que hubiera cabido en la palma de mi mano si hubiese podido apresarla; me costó mucho que saliera, pues a pesar de abrir todas las persianas, prefirió escapar por una rendija de la puerta de rejas.

Tampoco olvido darle su hueso mañanero a mi perra Ginny –por Ginger Rogers– llenar el bol de leche para los gatos, abrir las ventanas del living, especialme­nte las que dan sobre plantas de interiores -que necesitan luz-, y airear mi escritorio: si hay sol, que limpie las sombras; si hay lluvia, que entre el sonido del agua en los ladrillos del patio, en los vidrios del dormitorio.

Mi casa no es grande, pero sí espaciosa, y el ir y venir de la sala al comedor, del living a los dormitorio­s, de la cocina al patio y del baño al escritorio, abarca una cantidad de metros respetable­s, una caminata diaria.

Desde la cocina, veo la casona que fue de los antepasado­s de mis hijos, con su bosque centenario donde, desde hace pocos años, anidan los halcones de María Auxiliador­a. Me gusta oír, mientras cebo el mate, el grito agudo del peregrino al salir de cacería, y el escándalo de las loras cuando lo oyen y se congregan a enfrentarl­os si tienen nidos con pichones.

A mi derecha, en la mesa, hay un cuaderno en el que anoto las compras y los quehaceres diarios, un recordator­io sobre llamadas telefónica­s, y mails por contestar. Al lado, un libro.

Y mientras me tomo un tiempo no medido por reloj, sino por ánimo, cebo mi mate, o tomo un café con canela y crema, me pongo los anteojos, leo unas páginas y desmenuzo con la mano –mejor que el filo– un poco de pan.

Cuando el agua de la pava está fría, empiezo la mañana con dos versos de Borges que no recuerdo textualmen­te: “Dame, Dios mío, coraje y alegría para subir la cuesta de este día”.

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