Rumbos

El mate del visitador médico

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todos en su tan destacado vehículo, comenzó a exigir cosas. “Vamos al bar a tomar un café”. “No tengo la llave, mejor vamos a dormir a casa, tenemos pieza para invitados”, le dijo Moreyra.

Apenas nos instalamos en ese cuarto, el visitador volvió a la carga: “Tengo hambre, quiero un huevo frito”. “Son casi las cuatro”, advirtió Juan Carlos. “Quiero un huevo frito”, insistió el pesado dueño del Plymouth.

Así que, un poco resignados y otro poco mosqueados, fuimos todos a la cocina de la casa. Era una casa chorizo y quedaba al fondo, por lo que nuestros ruidos no molestaría­n al resto de la familia Moreyra, que pronto comenzaría un intenso día de trabajo. Juan Carlos prendió la cocina a leña, sacó la sartén y nos hizo huevos fritos a todos. Estaban deliciosos. Tras lavar los platos, rogó: “Vamos a dormir, no doy más”. “No, esperá, quiero un mate”, anunció el visitador. Emilio y yo lo miramos con cara de que íbamos a matarlo pero, para nuestra sorpresa, Juan Carlos colocó la pava en el fuego y se puso a preparar la infusión. Con señas de hartazgo, esperamos junto a la puerta. Moreyra cebó con delicadeza y le alcanzó un mate bien espumoso al denso visitador médico, quien le entró a la bombilla sin miramiento­s y se lo tomó de una sola chupada. El grito que pegó se escuchó hasta en Ceres. El tipo salió corriendo, se montó en su Plymouth y no lo volvimos a ver nunca más.

–¿Le pusiste agua hirviendo? – le pregunté a Juan Carlos.

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