Rumbos

La chica que nos cuidaba

“Margarita venía con nosotros a caballo, contaba cuentos de aparecidos y nos llevaba a pescar mojarras con botellas.”

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No recuerdo ninguna niñera en la casa de Barrio General Paz, pero cuando nos mudamos a Cabana y fuimos a vivir a “la Administra­ción”, muy pronto llegó una chica: no muy linda, más bien fuerte, risueña, de pelo oscuro, cutis claro y bonitos ojos moteados. Tengo una foto de ella en la casa apenas terminada. Con mis hermanos −Nenúfar aún no había nacido− posamos en la pirca del frente. Sentados en el medio, mi hermano Pedro –aún no iba a Jardíny yo; a la izquierda de la foto, de pie a mi lado, está Eugenia, y detrás, entre nosotras, también de pie, mi hermano Eduardo, nuestro Carozo, a quien extrañamos tanto.

A la derecha, está Tita con las manos en los hombros del menor, Ramiro. Ella es la más alta; luce un vestido de pechera con falda fruncida, sonríe con los labios cerrados, pero segura de sí. Los chicos llevamos bombachas de montar, Eugenia y yo con zapatos de tirilla, Pedro y Eduardo, con botas; Ramiro con zapatillas. No veo los pies de Tita –los tapa la pirca−, pero observándo­la a través de los años, me doy cuenta de que, si bien yo parezco mayor de lo que era en ese entonces, ella debía ser

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apenas un poco más grande.

Es una foto feliz: por el momento en que fue tomada, por habitar aquella casa que representó gran parte de nuestra niñez, por la vida nueva que empezábamo­s en el lugar; porque teníamos un mundo que descubrir y lo que íbamos viendo era prometedor.

Tita se sentaba con nosotros a la mesa; los domingos, mamá le guardaba un pedazo de torta o huevos quimbos –desesperab­a por lo dulce-, y ella, los lunes, solía traernos quesillos o pan con grasa.

A veces nos acompañaba cuando salíamos a caballo, pero montaba de costado, con la falda bajo las rodillas. Le gustaba contar cuentos de aparecidos, de diablos y de la “luz mala”; nos llevaba a caminar por el arroyo, a pescar mojarras con botellas; nos enseñó a distinguir la víbora del coral de la culebra del mismo color, a chupar los pedazos de camoatí que traían sus hermanos del monte y nos sacaba las espinas de tuna con los dientes. Si mis padres viajaban, se quedaba a dormir en casa.

La queríamos muchísimo y ella era muy cariñosa. Cuando su hermana regresó de Buenos Aires, nos dijo que su nombre no era Margarita, como decía, sino Narcisa. Traté −con mi mente novelesca− de hacerle entender cuánto más interesant­e era Narcisa que Margarita, pero nunca la convencí.

Se puso de novia con un porteño, le pidió a mamá que le diera la plata que le habían depositado en la Caja de Ahorro, y se fue a Buenos Aires. Estuvimos años sin verla, pero siempre escribía para el aniversari­o de mis padres, para nuestros cumpleaños o Navidad. Un día vino a visitarnos; ya éramos jóvenes y nos habíamos mudado a la última casa que tuvimos en Cabana. Era la misma Tita de siempre, pero más aseñorada y muy bien vestida.

Había tenido mala suerte al principio, nos contó pero, a fuerza de trabajo, había salido adelante. Cuando llegó al país la televisión, conoció a un español, técnico en esta maravilla, que se enamoró de ella y se casaron. El hizo una pequeña fortuna, vivieron un tiempo en España pero luego regresaron: le preocupaba­n sus padres, ya viejitos, y se los llevó a Buenos Aires.

Cuando dejamos Cabana, entre el dolor del desarraigo, mi casi inmediato casamiento, la llegada de los hijos, perdí contacto con ella. Aún revuelvo las cajas de papeles viejos de la familia, pensando en encontrar su dirección para escribirle.

Todavía la recordamos y nos preguntamo­s por su suerte. Me consuela pensar que siempre tuvo una buena estrella.

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