Ayeres y ecos del carnaval
“La gente educada se arrojaba flores y granos de anís, pero con los siglos, comenzaron los huevos podridos y chichones.”
Durante siglos, el carnaval fue la fiesta más amada por los pueblos: daba libertad al esclavo, disimulaba a la mujer reprimida y permitía a los jóvenes burlarse de los mayores. No era fiesta de héroes, santos o reyes: era la fiesta que permitía al pueblo −por breve tiempo− todas las licencias, todos los excesos.
En la América española, en los tiempos “coloniales”, era muy popular. Así lo cuenta un estudioso, Angel López Cantos, en su obra Juegos, fiestas y diversiones en la América española: “El carnaval en Indias, al igual que en el Viejo Continente, comenzaba el domingo anterior a la cuaresma, que se iniciaba el miércoles de Ceniza. La población lo aprovechaba con gran entusiasmo, porque después les aguardaban 40 días de recogimiento y penitencia.”
Penitencia cumplida cabalmente, sin que mediara la condición social del penitente, así fuera señorón o peón, misia o esclava. Pues casi todos, sin distinción, se entregaban a la intemperancia.
A veces, un virrey prohibía el carnaval, pero otro lo reinstauraba. Era común que se produjeran desmanes cuando la turba entraba en
rumbos
las casas, arrojando agua y harina, destrozaban muebles y, a veces, robando. Siempre había heridos, y cuando el vino se subía a la cabeza −especialmente en los barrios marginales− salían a relucir puñales y garrotes.
En “las orillas” se armaban murgas y candombes, disfrazados y con máscaras o antifaces. Era común que los chicos buscasen vejigas de vacas o de ovejas en los mataderos para llenarlas de agua, y los mayores compraban “alcancías” de barro llenas de perfume.
Entre la gente educada, se disfrutaba del placer cortés de arrojarse flores, granos de anís, cascarilla de canela y agua de colonia, pero con los siglos, las costumbres se volvieron groseras: vejigazos, huevos podridos, frutas pasadas se usaban de proyectil, produciendo chichones, ojos negros y moretones en el cuerpo.
Muchos hombres del “centro”
www.rumbosdigital.comdejaban las calles iluminadas, y escapaban para alternar con las desprejuiciadas morenas. Aquello solía terminar en crímenes de pasión.
Otras veces, los galanes eran engañados por las mismas muchachas, que los apartaban de la multitud y los llevaban donde sus amigos pudieran asaltarlos.
Por unas horas, nadie haría callar a los negros alborotados, los padres no reprenderían a sus hijos, jovencitos escudados tras las máscaras, que inventaban bribonadas para molestar a sus maestros.
Y al terminar aquellas jornadas que recordaban los tiempos de la antigua Roma, salían los franciscanos a recoger indios ebrios hasta la inconsciencia, los mercedarios a los negros y los jesuitas a los estudiantes. Los dominicos amenazarían al espíritu con el Infierno y al cuerpo con la cárcel, y el Alcalde, al bolsillo con grandes multas.
El jolgorio acababa con el entierro del carnaval, una procesión que llevaba en angarillas un monigote extravagante rodeado por hombres y mujeres que arrastraban un luto de harapos mustios, oliendo a vino y pólvora. Los “llorones” gemían sobre el muñeco y lo llamaban “nuestro querido pariente” y otras afectuosas zafiedades.
Pasado el entierro, comenzaba el jubileo de las 40 horas, para desagraviar al Señor. Duraba tres días, y muy pocos dejaban de acudir a los sermones, a tiempo que se devolvía la pulcritud a la ciudad.
Redimidos pecados e injurias, el jubileo concluía con himnos sacros, los templos adornados como Domingo de Pascua y todos retomaban la vida, felices porque sus excesos habían sido perdonados después de haberlos disfrutado.