Rumbos

Un caso de hechicería

En 1776 se juzgó en Tucumán, por brujería, a la india Pascuala, a quien acusaban de tratar con el diablo.

- POR CRISTINA BAJO

Para algunos interesado­s en la historia –no me refiero a estudiosos–, el pasado siempre estuvo plagado de injusticia­s. Pero hay casos ejemplares. En el año 1776 se juzgó en Tucumán, por brujería, a una india de Amaicha. La denuncia fue presentada por el capitán Antonio Toro, quien dijo que le había embrujado a una de sus esclavas, provocándo­le “intolerabl­es tormentos”.

El primer testigo, el indio Liquimay, aseguró que Pascuala era temida en el pueblo por tener tratos con el diablo y haber enfermado a muchas personas. También dijo que hechizó a la negra del capitán Toro haciendo que le saliesen espinas por los ojos, la boca, “y otros extremos”.

Norberto Ledesma, el segundo testigo, aportó varios datos de su cosecha: juró que durante dos noches veló a la enferma, que gritaba que la india –a quien nadie veía– le ponía “ataditos con espinas”, ataditos que encontraba­n –siempre en su cuerpo– donde la negra señalaba.

Lo que más impresionó a Ledesma fue ver cómo la esclava, entre alaridos, sacaba de sus párpados, narices y boca espinas de todos los tamaños.

Igual que Liquimay, la acusaba de haber asesinado con hechizos a varias personas, entre ellas, a la mujer de Asencio Viera, a la que mató porque se negó a darle un poco de ají: la desdichada señora murió ahogada con ají.

El tercer declarante, el indio Matías González, era vecino de Pascuala; dijo que la conocía desde niña y que podía probar que era bruja, pues le había matado tres hijos, uno de ellos yerno de la acusada. Este caso era atroz: el tormento duró varios días y sólo el joven podía ver a la india mientras ella lo ahogaba.

Bartolo Sánchez nombró a otras víctimas y dio un juicio de valor, muy atendido por los jueces: Pascuala era licenciosa y desvergonz­ada desde chica, y culpable de muchos males a la comunidad.

Antes de interrogar­la, el juez nombró a dos intérprete­s “instruidos en la lengua del Cusco” y un defensor: el Protector General de Naturales, don Pedro José Robles.

Pascuala declaró que se ganaba la vida cosiendo y tejiendo, y que ignoraba por qué estaba presa. Cuando le preguntaro­n si era malo usar hechicería­s, contestó que pensaba que era malo, que nunca lo había hecho y que no conocía de encantos.

Negó tener algo que ver con lo que le sucedía a la negra del capitán; que alguna vez se la hubiera llamado “bruja” y que nunca había sido acusada de eso.

Estando en la celda se entera de lo que dicen de ella, y una vez que la han encarcelad­o, remacha, toda muerte natural que ha sucedido en el pueblo, ahora se la cuelgan a ella.

El Protector de Naturales –que hizo un muy buen trabajo– alegó que debían dejarla en libertad, pues nada habían probado; y que si fuese tan antigua su fama, y tantos los muertos por sus maleficios, ¿por qué nunca se quejaron ante la justicia, siendo que decían que había matado incluso a personas notables?

De inmediato exigió que se castigara por falso testimonio a los declarante­s, quienes se habían dejado influir por “habladuría­s al acusar a su defendida de cuanta muerte se les ocurriese adjudicarl­e”.

El juez falló a favor de Pascuala, y el capitán Toro, por no dar el brazo a torcer, la perdonó “por caridad cristiana”. Y mientras leo los documentos, compruebo que en esos oscuros tiempos –contra toda presunción– había jueces y defensores con sentido común y dispuestos a buscar la verdad.

Sugerencia­s: leer De ángeles, sapos y totoras quemadas, de M. Aspell, y también Las salamancas de Lorenza, de J. Farberman. •

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