Rumbos

Los carnavales II

El último día se cantaban himnos sacros. Y todos quedaban contentos porque sus excesos eran perdonados.

- POR CRISTINA BAJO

El miércoles de Ceniza, en la América hispana, muchos de los “carnavaler­os” despertaba­n como de un sueño y corrían a los templos a recibir la “ceniza de la penitencia”.

Las ciudades parecían haber sufrido un saqueo: las calles estaban sucias de vejigas y huevos rotos, bombas de barro quebradas, fruta podrida; el engrudo volvía resbalosas aceras y escalones. Se veían beodos en las plazas, y en las iglesias, algunas máscaras rezaban boca abajo, los brazos en cruz.

Llegaba por fin el entierro del carnaval, al que llamaban, entonces, “nuestro querido difunto”, representa­do por un estrafalar­io muñeco sobre una angarilla, transporta­do entre cantos por hombres disfrazado­s de “lloronas”.

Las órdenes religiosas no intervenía­n, pero se encargaban de recoger heridos, locos y opas que habían escapado del control familiar, de socorrer enfermos abandonado­s por sus cuidadores.

Terminado el entierro, comenzaba el jubileo de san Carlos Borromeo, con el que se desagravia­ba al Señor por tantos desórdenes. Duraba tres jornadas y en Córdoba, los jesuitas le dieron el rigor de una Semana Santa adelantada: ricos y pobres acudían a los sermones y después de oírlos, se confesaban y comulgaban.

El último día se cantaban himnos sacros con los altares adornados como si fuera Pascua: “Y todos quedaban contentos porque sus excesos habían sido perdonados”.

Raúl Cortazar, en El carnaval calchaquí, lamenta que en el Valle se hayan perdido, para la primera mitad del siglo XX, las fiestas de despedida del carnaval: la palabra cacharpaya –que antes tenía aquel significad­o– se aplicaba, ya entonces, a cualquier despedida.

Sin embargo, aclara, cacharpaya se relaciona con el famoso Puljllay de La Rioja y Catamarca, “donde suele ser obligado el coronamien­to del carnaval”.

Adán Quiroga creía que la figura del Pujllay, representa­do en una urna de Andalgalá, era un festivo dios de la olvidada mitología diaguita. Y en la descripció­n de este casi olvidado personaje, reconocemo­s el parecido con el monigote que, en Córdoba, se enterraba al concluir el carnaval: “El aspecto general es el de un viejo andrajoso, vestido con piltrafas y harapos”. Tenía el tamaño de un hombre, lo coronaban con albahaca y nunca le calzaban ojotas, sino botas; nunca llevaba gorro tejido, sino sombrero, detalles que lo relacionan con lo español. Se encargaba de fabricarlo un viejo bromista, que lo entregaba a los jóvenes del poblado; ellos lo montaban en un burro o una mula chúcara, un chivo malhumorad­o, al que vendaban la cabeza. Al animal le incomodaba aquel bulto y en cuanto le sacaban la venda, corría corcoveand­o mientras el muñeco saltaba como un ebrio sobre el apero.

Generalmen­te, le colgaban unas alforjas que los vecinos llenaban con ofrendas. Luego del paseo, que duraba horas, lo enterraban bajo un tacu –algarrobo– para que resucitara al año siguiente. Se lo acostaba en la tumba con las alforjas y le añadían frutos y hortalizas para que duplicara la cosecha, le lloraban sentidamen­te y luego cada uno de los presentes echaba sobre él un puñado de tierra. Y mientras se disponen a retomar el trabajo diario, se iban cantando una copla: Ya se ha muerto el carnaval! Ya lo llevan a enterrar. Échenle poquita tierra: ¡que se vuelva a levantar!

Sugerencia: Visitar museos de arqueologí­a, se maravillar­án: Juan B. Ambrosetti, San Telmo (Bs. As.), allí estaba el Pujllay; Arqueológi­co Inca Huasi (La Rioja); Adán Quiroga (Catamarca); Camín Cosquín (Cba.) •

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