¡No te la agarres conmigo!
Vivimos tiempos de urgencias, violencias y estrés cotidiano. En algún momento de la vida sufrimos problemas laborales, situaciones de difícil solución, duelos desgarrantes, injusticias o inconvenientes con una pareja. El malestar aparece y suele generar tal inestabilidad psíquica que nos dificulta pensar claramente y nos hace propensos a colocarnos en un lugar de vulnerabilidad. Nos aislamos y retraemos hacia nosotros mismos, casi perdiendo contacto con el mundo exterior: pasan a primer plano el dolor, la angustia y el enojo.
En muchas de estas ocasiones recurrimos a nuestra red de apoyo emocional disponible, que suele ser un miembro de la familia, nuestra pareja o alguien con quien compartimos intereses o tiempo. Configuran el tipo de vínculos seguros de los cuales esperamos contención y ayuda. Existe un grado de confianza e intimidad que permite proyectar lo rechazado y negado de nosotros mismos sin temer –en principio– por la pérdida de afecto.
El punto a reflexionar es que cuando sufrimos o nos sentimos abrumados podemos acabar tratando inapropiadamente a estas personas. Al no lograr elaborar el malestar, es frecuente que nos irritemos ante cada palabra o acción, reaccionando de manera desagradable aun sin la intención de herir. El trato deja de ser cordial, no estamos disponibles emocionalmente, aparecen signos de fastidio y la comunicación se vuelve hostil, inapropiada. Nos posicionamos desde una actitud infantil sin asumir la responsabilidad de cuidar del otro. Vulgarmente, es como pensar “estoy mal, tanto tengo derecho a expresarlo de cualquier manera y lo tenés que soportar”.
Esta demanda de incondicionalidad al otro suele encubrir cierta dificultad para responsabilizarnos por nuestra vida, por nuestras decisiones, por nuestra adultez: demandamos como niños a la espera de que los demás toleren sin límites nuestros arrebatos solo por el hecho de que nos quieren. Y así, los vínculos se deterioran…
Podemos estar en situaciones terribles pero eso no nos excusa para mal-tratar al otro. Aunque nos pese el mundo, aunque hayamos vivido el peor de los días, finalmente tenemos la posibilidad de elegir hacer algo que no implique descuidarnos ni descuidar a quien nos acompaña. Detengámonos a pensar qué necesitamos en esos momentos para pedirlo de otra manera: ¿tiempo, un abrazo, consuelo, una charla? Ser respetuosos en el trato con el otro no significa dejar de pedirle apoyo o comprensión cuando estamos mal. No significa fingir una sonrisa cuando estamos tristes, sino decidir qué parte de mí voy a dejar fluir y cómo voy a proteger al otro de mis malestares, aun haciéndole saber que no estoy pasando por el mejor momento. •