Rumbos

Oficio de mujer

Aún hay quien cree que si se pone en la cabeza de la madre el sombrero de un Juan y se rezan tres Credos, el trance será feliz.

- POR CRISTINA BAJO

Las parteras fueron, hasta no hace mucho tiempo, personajes fundamenta­les en la sociedad.

Hasta fines del siglo XVIII, había gente del pueblo que ejercía, junto a algunos médicos, el arte de curar: eran los “sangradore­s”, los sacamuelas, los hernistas (trataban las hernias) y las parteras.

Salvo alguna boticaria, las parteras eran las únicas mujeres que ejercían un oficio relacionad­o con la salud. Quizás entonces fuese descabella­do pensar que un hombre atendiera a una parturient­a, y el alumbramie­nto no apareció en los textos médicos hasta mucho más adelante.

Así que los requisitos para obtener el permiso de “partear” no eran muchos: sólo indicar dos o tres partos atendiendo a mujeres conocidas, quienes debían jurar que no habían tenido complicaci­ones importante­s.

En realidad, las parteras tenían pocos conocimien­tos y tampoco eran ideales las condicione­s en que atendían: el tétanos era una de las principale­s causas de muerte de los recién nacidos por la falta de asepsia al cortar el cordón umbilical.

En las misiones, los jesuitas preparaban a esclavas o a indígenas para que atendieran enfermedad­es y partos: un libro de 1725 contiene instruccio­nes que se siguieron por más de un siglo.

Sus prácticas hoy nos provocan estupor: se aplicaban sapos vivos sobre el vientre desnudo de la parturient­a para activar las contraccio­nes; se “manteaba” a una mujer por el aire, ya en poncho, ya en sábana, para que se revirtiera un nacimiento de nalgas. Otras, como los vahos de infusión de romerillo, aún se utilizan en las provincias del noroeste. Y en las Altas Cumbres, en Córdoba, todavía hay quien cree que si se pone en la cabeza de la parturient­a el sombrero de un hombre llamado Juan y se rezan tres Credos, el trance será feliz.

También era común el uso de una sopa de troncos de zapallo, cogollos de parra y flores de maíz, para evitar el parto prematuro; o la curación del ombligo con polvo de yerba o carbón de plumas.

En 1793, el marqués de Sobre Monte, notando la “falta de inteligenc­ia en las mujeres que se dedican a esto”, dictó un auto para reglamenta­r los servicios de las parteras.

El cirujano Javier Garay tenía que adiestrarl­as y sin su autorizaci­ón no podían ejercer; el médico hizo una lista de las mejores: “Una flaca de la ranchería de Santo Domingo; Mercedes Baigorria, de Santa Catalina; María Toranzos, de tras don Prudencio Xigena; Pinicha, madre de los Amicho; Antonia, del Hospital San Roque; María que vive en lo de Doña Teresa; Narcisa que vive con Doña Catalina Aralla; Pancha, junto a los corrales”.

Sus domicilios correspond­ían a diferentes lugares de la ciudad, así que cada vecino sabía a quién debía llamar. Casi todas eran muy humildes, algunas criollas y otras esclavas y eran confiables por su práctica de años.

Como anécdota: hubo un cura muy conocido, fray Pacheco, a quien se le cuestionó ejercer como partero.

La visión progresist­a de Sobre Monte, haciendo hincapié en la prevención –casi nunca tenida en cuenta hasta entonces–, buscaba la preservaci­ón de la madre y del niño, y, agrega Garzón sobre este sabio gobernante, el mejor que tuvo Córdoba hasta hoy, “por extensión, de toda la humanidad”.

Sugerencia­s: 1) Si hablan con sus abuelas, y algunas de más edad, con sus madres, podrán contarles lo que era, en la primera mitad del siglo XX, dar a luz en la casa. Hoy, algunas jóvenes optan por eso. 2) Leer, a quien le interese el tema: De Comadronas a Obstetras, de la profesora Cristina Vera de Flachs. •

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