Oficio de mujer
Aún hay quien cree que si se pone en la cabeza de la madre el sombrero de un Juan y se rezan tres Credos, el trance será feliz.
Las parteras fueron, hasta no hace mucho tiempo, personajes fundamentales en la sociedad.
Hasta fines del siglo XVIII, había gente del pueblo que ejercía, junto a algunos médicos, el arte de curar: eran los “sangradores”, los sacamuelas, los hernistas (trataban las hernias) y las parteras.
Salvo alguna boticaria, las parteras eran las únicas mujeres que ejercían un oficio relacionado con la salud. Quizás entonces fuese descabellado pensar que un hombre atendiera a una parturienta, y el alumbramiento no apareció en los textos médicos hasta mucho más adelante.
Así que los requisitos para obtener el permiso de “partear” no eran muchos: sólo indicar dos o tres partos atendiendo a mujeres conocidas, quienes debían jurar que no habían tenido complicaciones importantes.
En realidad, las parteras tenían pocos conocimientos y tampoco eran ideales las condiciones en que atendían: el tétanos era una de las principales causas de muerte de los recién nacidos por la falta de asepsia al cortar el cordón umbilical.
En las misiones, los jesuitas preparaban a esclavas o a indígenas para que atendieran enfermedades y partos: un libro de 1725 contiene instrucciones que se siguieron por más de un siglo.
Sus prácticas hoy nos provocan estupor: se aplicaban sapos vivos sobre el vientre desnudo de la parturienta para activar las contracciones; se “manteaba” a una mujer por el aire, ya en poncho, ya en sábana, para que se revirtiera un nacimiento de nalgas. Otras, como los vahos de infusión de romerillo, aún se utilizan en las provincias del noroeste. Y en las Altas Cumbres, en Córdoba, todavía hay quien cree que si se pone en la cabeza de la parturienta el sombrero de un hombre llamado Juan y se rezan tres Credos, el trance será feliz.
También era común el uso de una sopa de troncos de zapallo, cogollos de parra y flores de maíz, para evitar el parto prematuro; o la curación del ombligo con polvo de yerba o carbón de plumas.
En 1793, el marqués de Sobre Monte, notando la “falta de inteligencia en las mujeres que se dedican a esto”, dictó un auto para reglamentar los servicios de las parteras.
El cirujano Javier Garay tenía que adiestrarlas y sin su autorización no podían ejercer; el médico hizo una lista de las mejores: “Una flaca de la ranchería de Santo Domingo; Mercedes Baigorria, de Santa Catalina; María Toranzos, de tras don Prudencio Xigena; Pinicha, madre de los Amicho; Antonia, del Hospital San Roque; María que vive en lo de Doña Teresa; Narcisa que vive con Doña Catalina Aralla; Pancha, junto a los corrales”.
Sus domicilios correspondían a diferentes lugares de la ciudad, así que cada vecino sabía a quién debía llamar. Casi todas eran muy humildes, algunas criollas y otras esclavas y eran confiables por su práctica de años.
Como anécdota: hubo un cura muy conocido, fray Pacheco, a quien se le cuestionó ejercer como partero.
La visión progresista de Sobre Monte, haciendo hincapié en la prevención –casi nunca tenida en cuenta hasta entonces–, buscaba la preservación de la madre y del niño, y, agrega Garzón sobre este sabio gobernante, el mejor que tuvo Córdoba hasta hoy, “por extensión, de toda la humanidad”.
Sugerencias: 1) Si hablan con sus abuelas, y algunas de más edad, con sus madres, podrán contarles lo que era, en la primera mitad del siglo XX, dar a luz en la casa. Hoy, algunas jóvenes optan por eso. 2) Leer, a quien le interese el tema: De Comadronas a Obstetras, de la profesora Cristina Vera de Flachs. •