Rumbos

Historias improbable­s II

Cuando la policía los alcanzó y los intimó a entregarse, el padre se quitó el pañuelo del cuello, le cubrió los ojos a su caballo y se lanzó al vacío, ante el asombro de todos.

- POR CRISTINA BAJO

Tiempo después de la experienci­a del valle de los talas, cuando tenía doce años, uno de los hijos de don Barrera, que solía llevarnos los caballos, nos contó, mientras cabalgábam­os por las tierras de los Cabanillas, una historia de cuatreros.

Señalando las sierras, nos dijo que por allí hubo un sendero ya desapareci­do, que se volvía quebrada mientras subía hacia el Pan de Azúcar, cerro que tiene fama de volcán dormido.

Según su relato, hacia principios del 1900 merodeaban por la zona unos cuatreros que robaban ganado, asaltaban casas aisladas y a veces detenían a los viajeros. Al parecer, el paso del tiempo los tomó despreveni­dos, y con la creación de postas policiales y el gobierno de Córdoba apuntando a desarrolla­r el turismo, la banda se encontró con los días contados.

Era un grupo compuesto por los hombres de una familia; quien los dirigía era el padre, que había sido entenado de Peñaloza, y que cuando el Chacho fue asesinado en Olta, escapó hacia Córdoba y se quedó por las Sierras Chicas, siempre con el temor de que dieran con él. Se casó con una cordobesa y, al crecer, sus hijos se fueron uniendo a las correrías.

Harto ya de las denuncias, el comisario pagó a un delator y cuando supo con certeza dónde atacarían, dispuso todo para caer sobre ellos; no tuvieron suerte en principio, pues los cuatreros eran realmente duchos con el cuchillo, la carabina y los caballos; se les escaparon, ganando cierta ventaja, y consiguier­on tomar aquella cornisa en que se convertía la quebrada, pensando pasar a las Sierras Grandes.

Pero había llovido torrencial­mente por esos días, y, aunque llevaban ventaja a la patrulla, se dieron con que un desprendim­iento de rocas –tan común en nuestras sierras– había cortado la salida. ¿Adónde ir entonces? Intentaron trepar a pie la montaña, pero les fue imposible a causa del mal estado del terreno, y no podían bajar, pues la caída era a pique y de muchos metros.

Cuando la policía los alcanzó, los intimó a entregarse y luego de un silencio en que se los vio discutir entre ellos, el padre se quitó el pañuelo del cuello, le cubrió los ojos a su caballo y se lanzó al vacío. Luego de un momento de duda, sus hijos lo siguieron, dejando asombrados a los hombres de la patrulla.

Durante años creímos a pie juntillas aquella historia, pero cuando crecimos, con Eduardo comenzamos a preguntarn­os cuánto había de verdad en ella. No pudimos confirmar los hechos, aunque algunos creían recordar el episodio. Llegamos a la conclusión de que debía ser una de esas leyendas que pasan de familia en familia, de pueblo en pueblo, recordada pero nunca verificada.

Sin embargo, tiempo después, un amigo con quien compartía el gusto por las revistas viejas, encontró un periódico de Córdoba donde el suceso era noticia. Siendo muy joven, me deleité en la lectura, le conté cuántos años estuvimos buscando con mi hermano la confirmaci­ón de aquel hecho, pero no tomé nota del nombre de la publicació­n, ni de la fecha, tampoco del apellido de los implicados. O quizá la tomé y quedó perdida en esos cuadernos que llenaba desordenad­amente de datos y títulos de libros que se me traspapela­ron cuando nos mudamos a la ciudad.

Sugerencia­s: Conseguir el libro Chirino y los gauchos del 900 detrás de las Sierras Grandes, de Carmen Iris de León: tiene varios “relatos de hombres bravos”. Releer a Eduardo Gutiérrez. •

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