Rumbos

Hades, rey del Tártaro

El alma del muerto, al llegar, debía pagar una moneda a Caronte; si no lo hacía, vagaría eternament­e por la laguna Estigia.

- POR CRISTINA BAJO

Hades, para los antiguos griegos, era el dios de los muertos. Los humanos le temían y nadie se atrevía a pronunciar su nombre, aunque solían llamarle Plutón −“el rico”− pues en lo profundo de la Tierra, donde reinaba, se acumulaban metales y piedras preciosas: por eso lo representa­ban en un carro de oro y con el cuerno de la abundancia.

Era, además, el esposo de Perséfone −diosa amada por los hombres pues anunciaba la primavera, y de quien ya les conté−, a la que raptó para hacerla su esposa.

Su reino era el Tártaro, y el alma del muerto, al llegar, debía pagar una moneda: era costumbre que los parientes la colocaran bajo la lengua del difunto, pues su espíritu debía entregarla a Caronte, el barquero que lo conduciría a través de la laguna Estigia. Si el ánima no llevaba la moneda, vagaría eternament­e en la orilla −como alma en pena− pues un perro con tres cabezas −el famoso Can Cerbero− le impediría entrar.

Los griegos creían que la primera región del Tártaro era un lugar sombrío llamado Gamonales, donde las almas vagaban entre murciélago­s, y su única alegría era beber la sangre que les ofrecían los vivos –quizás el origen del mito de los vampiros− pues al beberla se sentían casi humanos.

Los espíritus recién llegados eran juzgados en el cruce de tres caminos; según el veredicto, debían internarse en uno de ellos: si no eran ni buenos ni malos, iban a los Gamonales; los malvados iban al campo de castigo del Tártaro, algo así como el infierno cristiano; los virtuosos estaban destinados a los jardines de los Campos Elíseos.

Allí gobernaba Cronos –el dios del tiempo– y era un lugar alegre, soleado, sin inviernos, donde los juegos, la música y las fiestas parecían interminab­les; allí podían elegir renacer en la Tierra. Muy cerca se encontraba­n las Islas de los Bienaventu­rados, que estaban reservadas a quienes hubieran nacido tres veces, y tres veces hubiesen merecido ir al Elíseo.

Hades rara vez abandonaba su reino, salvo por trabajo o cuando lo dominaba el deseo; cuentan que en una ocasión deslumbró a la ninfa Mente con su carro de oro y sus caballos negros, y la hubiera seducido de no ser por la reina Perséfone, que convirtió a la ninfa en una planta aromática: la menta.

Perséfone era graciosa y compasiva, y, aunque no tuvieron hijos, fue una fiel esposa. Extrañamen­te, era amiga de Hécate, la diosa de las brujas.

Entre sus bienes, el que más estimaba Hades era un casco que lo hacía invisible, regalado por los Cíclopes –gigantes con un solo ojo– en agradecimi­ento. Era por ellos que las riquezas enterradas le pertenecía­n, aunque le estaban negadas las que se levantaban sobre la tierra.

Hades no permitía que lo abandonase­n sus súbditos, y pocos de los que visitaban el Tártaro regresaban para contarlo. Se creía que este dios no sabía lo que ocurría en el mundo superior ni en el Olimpo –el cielo– donde vivían muchos de sus hermanos, aunque solía recibir noticias cuando los mortales lo llamaban entre maldicione­s y juramentos.

Reinó por milenios en el ánimo de quienes creían en él –representa­ndo la oscura sugestión que ejercen sobre las mujeres los hombres peligrosos– hasta que nuevas creencias nacidas en el Oriente Medio lo relegaron al Libro de los Mitos.

Sugerencia­s: 1) Buscar en internet datos y pinturas sobre ellos. 2) Leer La rama dorada, de James Frazer, antropólog­o escocés que estudió las religiones comparadas; veremos que los mitos se repitan en todas las civilizaci­ones. •

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