Rumbos

ENTE LAS CÁBALAS Y LA GUERRA

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El partido contiene horas de investigac­ión en la Biblioteca Nacional, cientos de entrevista­s presencial­es, vía mail, skype o telefónica­s. Hablan protagonis­tas centrales como Oscar Ruggeri, Ricardo Giusti, Héctor Enrique, José Luis Brown, Julio Olarticoec­hea, Nery Pumpido, Jorge Valdano, varios jugadores ingleses, periodista­s y público en general. Pero falta un testimonio, el de Maradona. O no. “Yo no podía llegar a él. Tiene 10.500 posibilida­des de notas por día. ¿Por qué me iba a dar bola a mí? –responde Burgo–. Además, ya habló treinta años sobre el tema. Y va a salir un libro ahora de él. Por supuesto que intenté que la visión de Maradona formara parte del libro , pero no lo lamenté”.

Entre todos los testimonio­s de los que hablaron, y hablaron mucho, se arma un anecdotari­o fantástico, como la historia que reconstruy­e el Vasco Olarticoec­hea y su encuentro con Bilardo en el Bajo Flores. Resulta que el técnico lo quería convencer de ir al mundial y lo cita en una bajada de la autopista. Ahí mismo, Bilardo levanta un ladrillo que estaba tirado en esa calle desierta y lo utiliza para dibujar en la pared la posición táctica que pretendía del jugador. Un delirio de Bilardo para convencer a un jugador que no quería ir, y que termina siendo fundamenta­l.

Burgo recopila un sinfín de ritos y cábalas insólitas e inalterabl­es. Los casetes y el orden estricto de la música que se escuchaba en el ómnibus rumbo al Azteca, las canciones de vestuario, los shorts de Maradona –siempre tenía que usar el mismo, sin lavar–, y un teléfono público que, después de sonar ocasionalm­ente antes de la victoria del partido debut frente a Corea, debía sonar siempre. “A veces ya estábamos listos para entrar a la cancha y el teléfono no sonaba. Lo mirábamos y nada –recuerda el Tata Brown– hasta que al fin sonaba. Nunca se supo quién lo hacía sonar”. Todo, absolutame­nte todo, debía repetirse milimétric­amente en el delirante universo cabulero de Carlos Bilardo.

En 1986, el conflicto de Malvinas seguía latente. El partido se percibía como una revancha, por más que muchos quisieran soslayarlo, restarle dramatismo en las declaracio­nes. En el equipo había seis jugadores de las clase 62 que pudieron ir a Malvinas: Ruggeri, Burruchaga, Batista, Enrique, Tapia, y Clausen. Medio equipo.

“Yo quería ganar –dice Giusti– no solamente porque era un partido de fútbol. La palabra revancha no sé si es adecuada, pero como que uno estaba haciendo algo para los muchachos que estuvieron peleando, ¿entendés? Digamos que ganándoles a los ingleses era como algo para los muchachos que estuvieron en Malvinas. Como decir, bueno, les pudimos ganar a estos hijos de putas, viste, en el término futbolero”.

A Olarticoec­hea, el mote de héroes le suena exagerado: “Héroes fueron los chicos de Malvinas”.

Y Maradona, cuenta Burgo, al borde del retiro o como ex jugador, enfatizarí­a la arista bélica, alimentánd­ola con frases como “vencimos a un país”, “en nuestra piel estaba el dolor de todos los pibes que habían muerto”, o que “esto era recuperar algo de Malvinas”.

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