Rumbos

La princesa de Pomerania III

Alexis Lanskoi, el tardío y verdadero amor de Catalina, murió envenenado a manos del celoso Potemkin.

- POR CRISTINA BAJO

La muerte del zar provocó insurrecci­ones, pero Catalina acordó con los cabecillas hasta recibir la corona, para luego suprimir con fuerza la rebelión.

Pronto quedó claro que fortalecer­ía el Estado ayudada por la nobleza y trataría de colocar a Rusia entre las potencias europeas: durante sus años de encierro, se preparó para ser una estadista y aunque afirmaba que quería educar a la sociedad, reforzó el absolutism­o.

En principio, tomó medidas con las que se ganó el apoyo de todas las clases sociales, aunque los campesinos quedaron relegados y se alzaron contra ella, que envió al ejército para sofocar la rebelión.

Para 1775 había hecho importante­s reformas, especialme­nte en la parte educativa, pero éstas dirigidas sólo a los hijos de los nobles.

Por medio de invasiones o tratos políticos, anexó territorio­s, firmó acuerdos comerciale­s y pactos para detener la Revolución Francesa. En poco tiempo, hizo de Rusia una verdadera potencia.

Fue una época de esplendor, donde sabios, filósofos y literatos de Occidente acudían a sus salones, la economía crecía gracias al comercio, a la industria y a la política inmigrator­ia.

Para el año 1764, el Hermitage era uno de los grandes museos del mundo y su colección de arte había crecido notoriamen­te.

La relación de Catalina con su hijo Pablo era mala, pues el muchacho había sido criado en su contra y además se sabía bastardo. Cuando nació su nieto Alejandro, el niño se encariñó con ella aumentando el resentimie­nto de sus padres. Pablo no la toleraba, no le era leal y terminó segregado del entorno de la emperatriz.

Catalina murió a los 67 años, después de haber gobernado 34, satisfecha tras haber impuesto “orden y cultura” con mano firme.

Sus restos fueron sepultados en la catedral de San Petersburg­o y le sucedió su hijo Pablo.

Fue conocida en la historia por sus hijos naturales –que desapareci­eron en la corte– y sus numerosos amantes, de los que se libraba dándole títulos, dinero, casamiento­s ventajosos o embajadas.

Uno de ellos fue Alejandro Potemkin, hombre guapo y capaz, que había pensado dedicarse al sacerdocio y terminó en el ejército. Éste le ofreció matrimonio, ella lo rechazó pero la corte creía que tenían un matrimonio secreto.

Cuando se separaron y Potemkin estaba lejos, seguían escribiénd­ose mientras ella elegía cada vez hombres más jóvenes, consiguien­do que se hablara de ella en toda Europa. Sin embargo, es justo decir que jamás permitió que el placer la apartara de sus obligacion­es de zarina.

El verdadero amor llegó tarde en su vida –en 1780– en la persona de Alexis Lanskoi, un joven de gran belleza, que amaba a los niños y a los animales tanto como ella, tenía un carácter dulce, era erudito, alegre y hasta los criados lo querían. Por desgracia, falleció inesperada­mente y no fueron pocos los que sospecharo­n que Potemkin, por celos, se había encargado de que lo envenenara­n.

Al morir Catalina, dejó a Rusia – gracias a sus cualidades de gobierno– a la altura de las potencias de Europa.

Es triste pensar que sólo se la recuerde por aquella insaciable atracción por los jóvenes oficiales de su guardia.

Sugerencia­s: 1) Leer Taras Bulba, una novela corta del gran Nikolái Gogol, que muestra cómo era Rusia antes de la llegada de Catalina la Grande. 2) Buscar en Internet info e imágenes del museo Hermitage, es bello y fabuloso. •

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