Rumbos

En junio, con cariño

“Cuando recuerdo cómo mi padre nos daba con algunos gustos, me sorprendo: no era lo común en aquellos tiempos”

- POR CRISTINA BAJO

Siempre supe más –quizá debería decir supimos, incluyendo a mis hermanos– sobre la vida de mi madre que sobre la de mi padre.

Mamá era comunicati­va; papá, poco dado a hablar de cosas personales y ella solía decir que era porque los Bajo venían de Castilla, lugar frío, inhóspito y seco, y los Arias de Andalucía, un vergel con gente divertida, perspicaz y dotada para las artes.

Aquel asunto de castellano­s y andaluces salía a relucir cada vez que discutían y la broma quedaba en el aire, cosa que, no sé a mis hermanos, pero a mí me hacía gracia: que dos adultos que ni conocían España sacaran a relucir sus raíces, me sonaba a tontería.

La mayor parte del tiempo lo era, pero a veces la alusión se volvía filosa y uno de ellos terminaba abandonand­o la habitación y, a veces, la casa. En este caso, papá, que tenía las llaves del coche.

Mamá no sabía conducir, así que mi padre estuvo tranquilo durante años, hasta que el colectivo llegó a Cabana y entonces mi madre se trepaba en él y venía a Córdoba a pasearse por la tienda Gath&Chaves –donde compraba un echarpe, un perfume– como si del mismísimo Harrods se tratase. Luego, se tomaba un café en el salón de familias de la Confitería Oriental y, al salir, compraba revistas de moda en el Pasaje Muñoz.

En esos casos papá no decía nada, pero se sentaba en la mesa de dibujo de su escritorio, cuya ventana daba al camino, y vigilaba el paso del ómnibus, que hacía unos pocos viajes diarios.

Muy rara vez preguntaba a dónde había ido mamá –que, como una forma de independen­cia, desaparecí­a cuando papá no estaba y llegaba después que él– pero notábamos su inquietud.

Las reconcilia­ciones eran, al menos delante de nosotros, mesuradas: mamá se mostraba un poco nerviosa, pero ufana de su aventura y papá, muy tranquilo, las manos en los bolsillos, le preguntaba por sus compras, le decía que ya habíamos puesto la mesa para la cena y que yo estaba preparando alguna receta de la gran Doña Petrona.

A veces, las reconcilia­ciones terminaban en un viaje a Buenos Aires, en tren, de donde volvían con libros para todos, cajas de lápices de colores, pinceles de pelo de marta y acuarelas.

De aquellos viajes, mamá regresaba con alguna joya para nada llamativa, ni costosa, pero que la hacía feliz.

Cuando recuerdo cómo mi padre nos daba con algunos gustos, me sorprendo: no era lo común en aquellos tiempos.

Nos encantaba el cine y a veces él llegaba cansado del trabajo, y ante nuestra insistenci­a por ver Las aventuras de Robin Hood –la de Errol Flynn y Olivia de Havilland–, o una de vaqueros con John Wayne, o de piratas, con Burt Lancaster, suspiraba, se cambiaba de ropa y partíamos a la función nocturna.

Sé que disfrutaba las películas, pues ya mayor y jubilado, no se perdía El gran chaparral, ni Bonanza, ni Combate, pero sobre todo, siempre pensé que lo hacía por no desilusion­arnos.

Y como me paso todo junio pensando en él, me puse hoy a recordar aquella actitud suya, tan paciente en eso, y la niña que todavía alienta en mí siente por él un inmenso cariño.

Sugerencia­s: 1) Si nuestros padres ya son ancianos, vayamos a verlos más seguido. No sólo nos necesitan: tarde, comprender­emos cuánto los necesitamo­s nosotros a ellos. 2) La compañía, en muchos casos, es más preciosa que cualqueir regalo. •

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