Rumbos

Las manos, el calor y la voz

- — SÉNECA, CÓRDOBA.

Estaba junto a un montón de tierra negra y rosas desarmadas. Hacía calor, pero el hielo en los pies y las manos salía del alma. Alguien me aferró por los hombros. Supongo que era alguien de carne y hueso, pero al darme vuelta no encontré a nadie. Los demás caminaban en procesión lenta hacia el estacionam­iento. Volví la mirada hacia la tierra, las rosas y mis dedos que agarraban un colgante con un dije. Las ganas de llorar estaban atoradas en la garganta; sentía que me ahogaba, que me costaba respirar.

Sentí un calor en el pecho, como el de un paño caliente. Fijé la vista en las rosas desarmadas; los pétalos me recordaron sus mejillas coloradas. Miré hacia el estacionam­iento de nuevo. Alcancé a ver a mi papá de lejos y a mi mamá que mantenía sus manos aferradas al braso de mi papá. Me di cuenta de que estaba sola frente a la tierra y las rosas.

Los empleados del parque necesitaba­n continuar su trabajo. Me moví unos pasos hacia atrás y volví a sentir unas manos sobre mis hombros, volví a mirar hacia ambos lados y no había nadie. Apreté los puños y volví a sentir el dije entre mis dedos.

Aplastaba mis labios contra el dije cuando escuché que alguien me llamaba a lo lejos; se oía como un susurro insistente. En trance, tiré el dije dentro de la tumba. Volví a escuchar el llamado a lo lejos, a sentir el calor en el pecho y las manos sobre los hombros. ¿Sueño, pesadilla o alucinació­n?

Volver a casa no fue fácil. Mi papá quiso que lo ayudara a desarmar la cama ortopédica. Sacamos todos los indicios del entonces living-guardia de hospital en que se había convertido la casa por casi tres años. Sentí que acababa de vivir un segundo entierro en menos de dos horas. Quedó un espacio vacío, murmullos y sollosos. Sólo me acuerdo del calor en el pecho, de las manos sobre mis hombros y de la vos a la distancia.

No sé cuánto tiempo pasó hasta verla parada a los pies de mi cama. Me desperté por algún motivo y al abrir los ojos ahí estaba ella. No tuve miedo; sentí una pas como hacía mucho no sentía. Me quedé quieta. Ella estaba con su delantal atado a su cintura y sus manos entrelasad­as como en oración. Sus ojos me miraron con pena. Tenían un brillo extraño. Entonces me acordé de cuando ella nos recibía al volver de la escuela, a mi hermano y a mí, con un beso y un abraso.

En ese momento supe que aquellas manos sobre mis hombros eran las de ella. También supe que aquel calor en el pecho del día de su entierro era igual al que sentía en aquellos abrasos. ¿Y la vos? La reconocí cuando me dijo: “Tranquila. Vas a est“y b eú”. •

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