El hombre sin rostro
Todos los días pasaba un momento en la sala de estar de nuestro servicio de oncología del hospital San Juan de Dios, en Madrid. Allí estaban casi todo el día los enfermos que podían movilizarse, algunos ágilmente, otros en silla de ruedas o ayudados por la enfermera.
Leían, miraban TV, escuchaban música, conversaban acerca de la vida que tenían afuera, a la que pronto volverían. La mayoría sólo estaba un tiempo breve, alrededor de un mes; cuando terminaban su tratamiento nos abandonaban y regresaban periódicamente a control.
Había dos que jugaban a las cartas y a las damas, y estuvieron mucho tiempo. La presencia de esos dos era parte de la sala; se movían bien, hablaban y se entendían. Uno era mayor y se arreglaba para estar siempre de espaldas; desde cualquier punto de la sala, se lo veía de espaldas; el otro era un niño entrando a la adolescencia.
Los dos estaban enfermos. El niño no lo aparentaba, pero el mayor no tenía cara, usaba una especie de cortinilla de un tul suficientemente espeso que le permitía ver, pero ocultaba su aspecto.
Cuando estaban solos descansaba de la cortina, bajándola. El chico no parecía de ningún modo impresionado; seguía jugando y riendo cuando ganaba, “cachondeando” al otro, que no podía siquiera sonreír, y sólo hacía un sonido extraño que creo ambos interpretaban como risa. Eran amigos. Tal vez el único amigo que el hombre había hecho desde que no tenía cara.
Un día, el mayor, ya había terminado el tratamiento con nosotros con muy buen resultado, y lo llevaron a otro hospital, al servicio de cirugía estética, para comenzar un proceso quirúrgico de reconstrucción. Volvió a los pocos días. Habían reconstruido el piso de la órbita de un ojo que antes caía unos dos centímetros más abajo.
Volvieron a llevarlo, ahora por mucho tiempo. Le llenaron la cara de colgajos que venían, a veces, de lugares bastante distantes. Regresaron los injertos a sus lugares y hubo otras cirugías, creo que nueve. Pero al fin lo dieron de alta para que regresara a nuestro servicio. Habían pasado meses.
Entró al servicio a buscar a su amigo para que conociera su nuevo aspecto. Cuando se enteró de que su amigo nos había dejado definitivamente, estrenó su nueva cara llorando sin consuelo, sollozando. Salió al jardín y todavía llorando miraba al cielo para que su amigo viera su nuevo rostro.