De cuando descubrí New York (Divagaciones)
— ANTONIO V, RELLO - BARCELONA, ESPAÑA
Regresé, regresaré tantas veces como me sea posible, pero jamás igualaré la emoción de mi primer encuentro con ella… Aquellos catorce días de 1960 marcaron el inicio de esa atracción, enfermiza tal vez, que aún sigo sintiendo por New York…
Con escasos (insuficientes) dólares en mi bolsillo, un total desconocimiento del inglés (dos o tres palabras, mal pronunciadas) y mucho atrevimiento logré sobrevivir en la vorágine de aquella gran ciudad. Tan solo llegar y al tercer intento fallido de hacerme entender con la mímica (al más ligero gesto cualquier americano te esquiva con su clásico “aimsorri” válido para todo) recurrí a un pequeño bloc donde dibujaba desde una camisa hasta algo parecido a la estatua de la Libertad…; el método caía simpático y algunos (pocos) anotaban en la misma hoja donde podía comprar la camisa o el subway que debía tomar…
En cuanto a la comida subsistí gracias a las grandes vitrinas giratorias de algunos locales, sin necesidad de hablar, con solo introducir unos
quarters y abrir la portezuela conseguías infinidad de platos económicos ya preparados. Una de las veces, comiéndome un cheesecake, compartí mesa con tres personajes que, por disímiles, quedaron grabados en mi memoria… A mi derecha una abuelita pulcramente vestida, con infaltable cinta negra atada al cuello y diminuto sombrero donde flotaba una insinuación de velo, se tomaba una taza de té con distraída elegancia. A mi izquierda, un hombre corpulento, de ademanes rudos, recién salido de algún edificio en obras a juzgar por la fiambrera y su ropa polvorienta, devoraba más que comía una hamburguesa doble con patatas fritas ahogadas en salsa de tomate… Y frente a mí, comiéndose no recuerdo qué, un muchachito maquillado que, sin tapujos, inclusio exagerando a propósito los ademanes, se esforzaba en demostrar lo que era.
Mi asombro no era tanto por aquella insólita mezcla de personajes como por la marcada indiferencia con que los tres se ignoraban ¿o simplemente se aceptaban? Ni un gesto o una mirada de reojo… En aquel momento creí, precipitándome, que estaba descubriendo la auténtica cara de América ¡su tan y tan publicitada igualdad! Lamentablemente, pocos días después entré con un amigo en un restaurante, ni muy muy ni tan barato, donde el maître nos instaló en una mesa del fondo, negándonos la escogida por mí con vista a la calle. La discusión, inevitable por mi descontento, se habría prolongado hasta lo indecible de no ser por la oportuna y concisa aclaratoria de mi acompañante: “Antonio, el problema no es la mesa, es mi color… ¿Olvidaste que soy negro?