Rumbos

La joven de las rosas

Lo que siempre distinguió a Santa Rosa de Lima era su sonrisa y su buen humor. Amaba los animales y las plantas.

- POR CRISTINA BAJO

El penúltimo día del mes pasado –el 30 de agosto, para precisar– se celebró la fiesta de Santa Rosa de Lima, la primera santa de América.

Era de una familia que podía considerar­se acomodada, aunque sufrieran recurrente­mente años de estrechese­s. Nació en Lima el 20 de abril de 1586 y fue bautizada como Isabel; su apellido paterno era Flores y el materno, de Oliva. Por alguna razón, siempre la llamaron Rosa y bajo ese nombre recibió la Confirmaci­ón del arzobispo de Lima, que luego sería canonizado.

Le dieron una esmerada educación y respondió, como hija, a cuanto sus padres esperaban de ella: fue estudiosa, aprendió los menesteres femeninos y, cuando su padre, por un tiempo, quedó en la pobreza, los ayudó con sus labores.

Tenía buen carácter, fácil la sonrisa y su belleza ha quedado asentada en muchas crónicas. Era también, muy unida a su hermano.

Aun así, se distinguía del resto de las niñas por la atracción que sentía hacia las historias religiosas, la práctica de devociones y las lecturas santas. Sin embargo, no había extravagan­cias en su comportami­ento, salvo lo que en su época se considerab­a común: de vez en cuando se imponía una penitencia, se privaba de una golosina, renunciaba a darse un gusto en sus vestidos.

Sus padres no la querían monja, y aunque nunca se opusieron abiertamen­te, nunca la alentaron, intentando convencerl­a para que, cuando creciera, se casara y tuviera hijos. Dicen que por diez años le presentaro­n jóvenes que considerab­an adecuados para ella, y aunque los rechazó, no se atrevió a dejar la casa paterna y pidió a su hermano que le ayudara a construir una ermita; la levantaron en aquel jardín que tanto cuidaba, donde las rosas reinaban a través de las estaciones. Y desde entonces, toda vez que no podía ir a un templo, cuando necesitaba sumirse en la meditación, se encerraba en ella.

Había conseguido, finalmente, ayudada por su confesor, vivir en familia y al mismo tiempo como una religiosa dedicada a la oración, pero ayudando a pobres y enfermos.

La mayor parte del día lo dedicaba a labores admirables: sus encajes se vendían a muy buen precio, y venía gente de lugares distantes a comprarlos y encargar sus preciosos bordados. Por esto, en las épocas malas, difíciles, podemos decir que ella sostenía a todos.

Con el paso de los años, sus padres aceptaron la vocación de Rosa pero el obispo permitió que ella permanecie­ra en la casa, encerrada en su ermita, vistiendo el hábito de las dominicas, y pudiendo asistir al templo y a sus caridades.

Por entonces, ya era, para el pueblo de Lima, una santa en vida: a veces solían verla coronada de rosas espinosas y comentaban sus estados de éxtasis. Lo que siempre la distinguió fue su sonrisa y su buen humor: su fe no era triste. Como muchos santos sudamerica­nos, amaba los animales, las plantas y la naturaleza.

Está en las creencias populares que la tormenta de Santa Rosa, que en estas latitudes llega los últimos días de agosto –tras meses de seca– se debe a que, estando en agonía, suplicó por un vaso de agua.

Al morir, su fama trascendió su país y, a océanos de distancia, en Italia, el maestro Tiépolo pintó un gran lienzo donde, a los pies de la Virgen María, acompaña a santa Catalina de Siena y a santa Inés de Montepulci­ano. Una de las más importante­s novelas históricas en español, La gloria de don Ramiro, de Enrique Larreta, la tiene como protagonis­ta en sus últimas líneas.

Sugerencia­s: Leer "Los mosquitos de Santa Rosa”, de Tradicione­s peruanas, un relato encantador de Ricardo Palma. •

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